Hace un tiempo, por cierto antes del 11 de septiembre fatal, en Internet circulaba una pregunta: ¿por qué los kamikazes (los suicidas japoneses) llevaban cascos; es decir, por qué las personas que estaban a punto de estrellarse sobre un portaaviones se protegían la cabeza?
¿De veras llevaban casco? ¿No se ponían una banda ritual alrededor de la cabeza? En cualquier caso, las respuestas que sugiere el buen juicio son que el casco también les servía para volar sin ensordecerse con el ruido del motor, para defenderse de posibles ataques antes de iniciar la caída en picada mortal y, sobre todo (creo yo), porque los kamikazes eran tipos que observaban los rituales y reglamentos, y si los manuales decían que había que volar con casco, ellos obedecían.
Además de la picardía, la pregunta nos planteaba la incomodidad que cada uno de nosotros experimenta ante alguien que fríamente renuncia a su propia vida para poder matar a otras personas.
Después del 11 de septiembre, pensamos (y con razón) en los nuevos kamikazes como un producto del mundo musulmán. Esto induce a muchos a establecer la ecuación fundamentalismo-islam, y le permite al ministro Calderoli decir que el conflicto no es un enfrentamiento de civilización porque "esos otros" no son una civilización.
Además, muchas historias nos han dicho que, en el medioevo, una secta herética del islamismo practicaba el homicidio político con sicarios enviados a matar sabiendo que no volverían con vida, y la leyenda afirma que los kamikazes de esa época eran debidamente tratados, para obedecer la orden que les daban, con hachís (el grupo se llamaba la Secta de los Asesinos).
Sin embargo, los informantes occidentales, desde Marco Polo en adelante, exageraron un poco la nota, aunque sobre el fenómeno de los Asesinos de Alamut existen también estudios serios que vale la pena releer.
Pero en esta época encuentro en Internet una vasta discusión sobre el libro de Robert Pape, Dying to Win. The Strategy and Logic of Suicide Terrorism ("Morir para ganar. La estrategia y la lógica del terrorismo suicida"), que, sobre la base de una sólida documentación estadística, plantea dos tesis fundamentales.
La primera es que el terrorismo suicida se origina solamente en territorios ocupados y como reacción ante la ocupación (una idea discutible, por cierto, pero Pape demuestra que el terrorismo suicida se detuvo, por ejemplo, en el Líbano, en cuanto acabó la ocupación).
La segunda es que el terrorismo suicida no es un fenómeno exclusivamente musulmán, y Pape cita a Los Tigres Tamil, de Sri Lanka, y a veintisiete terroristas suicidas del Líbano, todos ellos no islámicos, sino laicos, comunistas y socialistas.
No han existido, entonces, solamente kamikazes japoneses y musulmanes. Los anarquistas ítalo-estadounidenses que le pagaron el viaje a Bresci para que fuera a descerrajarle un balazo a Humberto I sólo le compraron un pasaje de ida. Bresci sabía bien que no volvería con vida de su encargo.
En los primeros siglos del cristianismo existían los circoncellioni , que asaltaban a los viajeros para tener el privilegio del martirio, y más tarde los cátaros practicaban ese suicidio ritual conocido como "endura".
Hasta llegar finalmente a las diversas sectas de nuestros días -todas ellas del mundo occidental- sobre las que tanto se lee, que buscan el suicidio en masa y que han hecho que los antropólogos investiguen otras formas de suicidio "ofensivo" practicado por otros grupos étnicos en el curso de este siglo.
En suma, la historia (y el mundo) ha estado y está repleta de personas que, por razones religiosas, ideológicas y de otra naturaleza (y ciertamente ayudadas por una estructura psicológica adecuada, o sometida a estructuras muy elaboradas) han estado, y están, dispuestas a morir para matar.
Así, hay que preguntarse si el verdadero problema que debe concitar nuestra atención y focalizar nuestro estudio es verdaderamente el fenómeno del islamismo fundamentalista, o si no será más bien el problema psicológico del suicidio ofensivo en general. No es fácil convencer a una persona de que sacrifique su propia vida, y el instinto de conservación lo tiene todo el mundo, islámicos, budistas, cristianos, comunistas e idólatras. Para superar ese instinto no basta el odio por el enemigo. Es necesario comprender mejor la personalidad del kamikaze potencial.
Quiero decir que para convertirse en kamikaze no alcanza con frecuentar una mezquita cuyo imán predica la guerra santa, y seguramente no basta con cerrar ese mezquita para eliminar la pulsión de muerte que probablemente ya preexistía en ese sujeto, y que seguirá circulando. Es muy difícil idear la manera de identificar a esos sujetos -con qué clase de investigación y vigilancia- para que no se convierta en un peligro para cualquier ciudadano.
Pero debemos trabajar en esa dirección y preguntarnos si esa pulsión no ha empezado a ser una enfermedad del mundo contemporáneo, como el sida o la obesidad, que podría manifestarse también entre otros grupos humanos no necesariamente musulmanes.
La Nación 05 – 09 -2005
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