¿Cuándo pedimos perdón? Cuando hacemos algo errado que, sin embargo, no consideramos gravísimo, de modo que, por una parte, pretendemos que el ofendido nos perdone enseguida y, por la otra, manifestamos el deseo de cerrar la desavenencia para poder seguir haciendo lo mismo. No se le piden disculpas a alguien a quien se está matando a palos, sino sólo a quien se ha golpeado ligeramente mientras íbamos demasiado de prisa. En este sentido, nos aburre un poco el vicio ya universal por el que alguien pide perdón por grandes acontecimientos históricos, genocidios, injusticias que claman venganza ante Dios. En casos tan graves no se pide perdón: admitimos que nos hemos equivocado y no pretendemos que los ofendidos tengan que dedicarse a mitigar las penas de nuestro virtuoso sufrimiento moral.
En un reciente discurso en Polonia, [el papa, Joseph] Ratzinger parece haber tomado distancia de todas las veces en que su predecesor pidió perdón por algo que la Iglesia y/o los cristianos hicieron en el pasado. Uso "y/o" porque todo el asunto se juega en esta pequeña diferencia: el Papa deja entender que si los cristianos han hecho cosas poco recomendables, eso no significa que la Iglesia recomendara hacerlas; pero que, aun habiéndolas recomendado casualmente, hay que tener en cuenta los tiempos. Y en efecto, justificar la pena de muerte antes de Cesare Beccaria es distinto de abogar por ella después.
Sin embargo, aun queriendo considerar el espíritu de los tiempos, hay cosas que resultan difíciles de tragar. Véase un texto como "Cristianos en armas. De San Agustín al papa Wojtyla", de Maria Teresa Fumagalli Beonio Brocchieri (Ediciones Laterza), que recorre antiguas prácticas y teorías de unos 15 siglos de cristianismo para mostrar, con documentos en mano, todas las veces que los padres y doctores de la Iglesia, teólogos y santos, han justificado o incluso glorificado la guerra, definiendo los muchísimos casos en los que era justo matar a los herejes, paganos, infieles, indios del Nuevo Mundo y otras categorías de personas desagradables y/o peligrosas.
Lo que endulza el catálogo es que Fumagalli demuestra cómo con esta serie de partidarios de la guerra se entrelazan los esfuerzos apasionados de hombres de la Iglesia que intentaron suavizar los conflictos armados dictando reglas orientadas a minimizar el horror, como la condena de la guerra santa por parte de Marsilio de Padua hasta los pronunciamientos pontificios, desde Benedicto XV a Juan XXIII, contra la "inútil matanza". Pero precisamente a causa de esta dialéctica entre "guerreros" y "pacíficos" tendríamos que rechazar el argumento de que los tiempos eran lo que eran. A muchos les ha sido posible ir contra la mentalidad de la propia época: junto a San Bernardo, que se habría comido a un musulmán para desayunar y a otro para cenar, estaba San Francisco, y contemporánea de Oriana Fallaci ha sido la Madre Teresa de Calcuta.
Con eso, el argumento de los tiempos no hay que rechazarlo por completo. Aunque, en conclusión, Fumagalli ve estas contradicciones como vinculadas a nuestros más profundos instintos de agresividad, yo diría, más bien, que el mensaje evangélico, para transformarse en religión oficial, tuvo que hacer las cuentas con el mundo en el que se insertaba, con los usos y costumbres feroces del Imperio, con la mística guerrera de los pueblos bárbaros.
Se adaptó, tal y como cristianizó las festividades paganas y les ofreció inmediatamente una pléyade de santos a los campesinos paganos incapaces de abandonar su consolador politeísmo. Una cosa es el mensaje cristiano, otra la civilización cristiana como fenómeno romano-barbárico.
¿Pedir perdón por una cultura que muchos consideran las raíces de Europa, y que ha fundido de forma indisoluble Evangelio y Cruzadas? Mejor sería, digo yo, aprender a valorar, a partir de esta lección, las luces y las sombras de otras religiones y otras culturas. Este sí que sería un modo razonable de enmendarse.
La Nación 25 – 06 - 2006
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