sábado, 28 de noviembre de 2009

CONVERSACIÓN EN BABILONIA

(Entre el Tigris y el Eúfrates a la sombra de los Jardines Colgantes de Babilonia, no hace muchos miles de años)
Uruk: ¿Te gustan estos cuneiformes? Mi sistema de siervo - escritura me acaba de componer, en unas diez horas, todo el principio del Código de Hammurabi.
Nimrod: ¿Qué es? ¿Un Apple Nominator de la Eden Valley?
Uruk: ¿Estás loco? Esos no consigues revenderlos ni siquiera en el mercado de esclavos de Tiro. No, este es un siervo – escritor egipcio, un Toth 3 Magis-Dos. Gasta poquitísimo, un puñado de arroz por día y escribe incluso en jeroglífico.
Nimrod: Le llenas la memoria para nada.
Uruk: Pero te inicializa mientras copia. Ya no tienes la necesidad de un siervo – inicializador que tome la arcilla, te modele la tablilla, la haga secar al sol, y luego otro que escribe. Éste modela, seca al fuego y escribe directamente.
Nimrod: Bueno, pero usa tablillas de 5,25 codos egipcios y pesará unos sesenta kilos. ¿Por qué no te compras uno portátil?
Uruk: ¿Qué? ¿Uno de esos visores caldeos con cristales líquidos? Cosas de magos…
Nimrod: No, un siervo – escritor enano, un pigmeo africano adaptado a Sidón. Ya sabes como son los fenicios, lo copian todote los egipcios, pero luego lo miniaturizan. Mira: laptop, escribe sentado justo sobre tus rodillas.
Uruk: Que asco y encima jorobado.
Nimrod: A la fuerza, le han introducido una placa en la espalda para back up rápido. Un latigazo y escribe directamente en Alfa – Beta, ves, en lugar del graphic mode usa un text mode, con veintiún caracteres lo haces todo. Compactas el Código de Hammurabi en pocas tablillas de 3,5.
Uruk: Y después tienes que comprar un siervo – traductor.
Nimrod: Ni hablar. El enano tiene traductor incorporado, otro latigazo y te lo retranscribe en cuneiforme.
Uruk: ¿También hace cosas de edición gráfica?
Nimrod: A la fuerza, ¿no ves que es de color? ¿Quién te crees que me ha hecho todos los planos de la torre?
Uruk: ¿Y te fías? No te vaya a caer todo luego.
Nimrod: Imagínate tú: he cargado en memoria el Pitágoras y el Menphis Lotus. Tu les das las medidas del plano, un latigazo y el te proyecta un zigurat de tres dimensiones. Los egipcios para las pirámides, tenían necesidad todavía del sistema Moisés de diez mandamientos que necesitaba un link de diez mil siervo – constructores. Y no eran nada friendly. Todo hardware obsoleto que han tenido que tirar al Mar Rojo, incluso se han levantado las aguas.
Uruk: ¿Y para el cálculo?
Nimrod: Habla también el Zodiak. Te enseña en un instante tu horóscopo y what you see is what you get.
Uruk: ¿Cuesta mucho?
Nimrod: Mira, si te lo compras aquí no te basta la cosecha de una temporada pero si haces que te lo compren en los mercadillos de Byblos, lo puedes obtener por un saco de simientes. Claro está, lo tienes que alimentar bien, porque ya sabes, garbage in, garbage out.
Uruk: Bah, yo aún me encuentro a gusto con mi egipcio. Si tu enano es compatible con mi 3 Magis – Dos, ¿no podrías hacer que le enseñara al menos el Zodiak?
Nimrod: Sería ilegal, porque cuando lo compras debes jurar que lo tiene para uso personal…Pero, en el fondo, lo hacen todos, está bien, los ponemos en contacto. Sólo que no quisiera que el tuyo tuviera un virus.
Uruk: Está más sano que una manzana. Lo que me da miedo, más bien, es que cada día inventan un lenguaje nuevo y, al final, se llegará a la confusión de programas.
Nimrod: Tranquilo, tranquilo, aquí en Babel no, aquí en Babel no.


Segundo diario mínimo. Barcelona. Editorial Lumen. 1994

viernes, 27 de noviembre de 2009

¿POR QUÉ USABAN CASCO LOS KAMIKAZES?

Hace un tiempo, por cierto antes del 11 de septiembre fatal, en Internet circulaba una pregunta: ¿por qué los kamikazes (los suicidas japoneses) llevaban cascos; es decir, por qué las personas que estaban a punto de estrellarse sobre un portaaviones se protegían la cabeza?

¿De veras llevaban casco? ¿No se ponían una banda ritual alrededor de la cabeza? En cualquier caso, las respuestas que sugiere el buen juicio son que el casco también les servía para volar sin ensordecerse con el ruido del motor, para defenderse de posibles ataques antes de iniciar la caída en picada mortal y, sobre todo (creo yo), porque los kamikazes eran tipos que observaban los rituales y reglamentos, y si los manuales decían que había que volar con casco, ellos obedecían.

Además de la picardía, la pregunta nos planteaba la incomodidad que cada uno de nosotros experimenta ante alguien que fríamente renuncia a su propia vida para poder matar a otras personas.

Después del 11 de septiembre, pensamos (y con razón) en los nuevos kamikazes como un producto del mundo musulmán. Esto induce a muchos a establecer la ecuación fundamentalismo-islam, y le permite al ministro Calderoli decir que el conflicto no es un enfrentamiento de civilización porque "esos otros" no son una civilización.

Además, muchas historias nos han dicho que, en el medioevo, una secta herética del islamismo practicaba el homicidio político con sicarios enviados a matar sabiendo que no volverían con vida, y la leyenda afirma que los kamikazes de esa época eran debidamente tratados, para obedecer la orden que les daban, con hachís (el grupo se llamaba la Secta de los Asesinos).

Sin embargo, los informantes occidentales, desde Marco Polo en adelante, exageraron un poco la nota, aunque sobre el fenómeno de los Asesinos de Alamut existen también estudios serios que vale la pena releer.

Pero en esta época encuentro en Internet una vasta discusión sobre el libro de Robert Pape, Dying to Win. The Strategy and Logic of Suicide Terrorism ("Morir para ganar. La estrategia y la lógica del terrorismo suicida"), que, sobre la base de una sólida documentación estadística, plantea dos tesis fundamentales.

La primera es que el terrorismo suicida se origina solamente en territorios ocupados y como reacción ante la ocupación (una idea discutible, por cierto, pero Pape demuestra que el terrorismo suicida se detuvo, por ejemplo, en el Líbano, en cuanto acabó la ocupación).

La segunda es que el terrorismo suicida no es un fenómeno exclusivamente musulmán, y Pape cita a Los Tigres Tamil, de Sri Lanka, y a veintisiete terroristas suicidas del Líbano, todos ellos no islámicos, sino laicos, comunistas y socialistas.

No han existido, entonces, solamente kamikazes japoneses y musulmanes. Los anarquistas ítalo-estadounidenses que le pagaron el viaje a Bresci para que fuera a descerrajarle un balazo a Humberto I sólo le compraron un pasaje de ida. Bresci sabía bien que no volvería con vida de su encargo.

En los primeros siglos del cristianismo existían los circoncellioni , que asaltaban a los viajeros para tener el privilegio del martirio, y más tarde los cátaros practicaban ese suicidio ritual conocido como "endura".

Hasta llegar finalmente a las diversas sectas de nuestros días -todas ellas del mundo occidental- sobre las que tanto se lee, que buscan el suicidio en masa y que han hecho que los antropólogos investiguen otras formas de suicidio "ofensivo" practicado por otros grupos étnicos en el curso de este siglo.

En suma, la historia (y el mundo) ha estado y está repleta de personas que, por razones religiosas, ideológicas y de otra naturaleza (y ciertamente ayudadas por una estructura psicológica adecuada, o sometida a estructuras muy elaboradas) han estado, y están, dispuestas a morir para matar.

Así, hay que preguntarse si el verdadero problema que debe concitar nuestra atención y focalizar nuestro estudio es verdaderamente el fenómeno del islamismo fundamentalista, o si no será más bien el problema psicológico del suicidio ofensivo en general. No es fácil convencer a una persona de que sacrifique su propia vida, y el instinto de conservación lo tiene todo el mundo, islámicos, budistas, cristianos, comunistas e idólatras. Para superar ese instinto no basta el odio por el enemigo. Es necesario comprender mejor la personalidad del kamikaze potencial.

Quiero decir que para convertirse en kamikaze no alcanza con frecuentar una mezquita cuyo imán predica la guerra santa, y seguramente no basta con cerrar ese mezquita para eliminar la pulsión de muerte que probablemente ya preexistía en ese sujeto, y que seguirá circulando. Es muy difícil idear la manera de identificar a esos sujetos -con qué clase de investigación y vigilancia- para que no se convierta en un peligro para cualquier ciudadano.

Pero debemos trabajar en esa dirección y preguntarnos si esa pulsión no ha empezado a ser una enfermedad del mundo contemporáneo, como el sida o la obesidad, que podría manifestarse también entre otros grupos humanos no necesariamente musulmanes.

La Nación 05 – 09 -2005

martes, 24 de noviembre de 2009

EL ARTE DE LA EDICIÓN

En las últimas semanas he tenido ocasión de leer acerca de dos polémicas sobre libros publicados con errores de diverso género. Si el editor es culpable, se encuentra en buena compañía.

El arte de la edición (es decir, la capacidad de controlar y volver a controlar un texto de modo de evitar que contenga, o contenga dentro de límites soportables, errores de contenido, de trascripción gráfica o de traducción, allí donde ni siquiera el autor había reparado) se desenvuelve en condiciones poco favorables.

Ha salido hace unos meses la versión francesa de un libro mío sobre la estética medieval, y en seguida un lector minucioso me ha escrito que en determinado pasaje, refiriéndome a la simbología del número cinco, cito las cinco plagas de Egipto, que en realidad son notoriamente diez. Quedé atónito, porque recordaba haber citado directamente de una fuente original: fui a ver la edición italiana y he descubierto que mencionaba, en efecto, cinco plagas, pero no Egipto. La fuente se refería, en realidad, a las cinco llagas del Señor (manos, pies y costado). El traductor, tal vez por automatismo, había añadido Egipto. Yo había leído la traducción, pero la inconveniencia se me había escapado: quizá leyendo deprisa el fragmento me sonara estilísticamente bien, o acaso hubiera corregido una imprecisión en la línea anterior y a raíz de ello prestara menos atención a las dos líneas siguientes.

PRESUNTO CULPABLE
Establezcamos un dogma: el autor, que en cuestión de escribir y corregir se guía por los lineamientos "conceptuales" del texto, es la persona menos indicada para descubrir los propios errores. En mi caso de Egipto, había dos personas que hubieran debido tener una sospecha: una era el corrector (pero no estaba obligado), la otra era precisamente el redactor que, para toda referencia, cita o nombre poco usual, habría debido verificarlo en cualquier enciclopedia. En teoría, el buen editor debería controlar todo: aun cuando en el texto se diga que Italia se encuentra al norte de Túnez, tendría que echar un vistazo al atlas.

Este oficio está ahora en crisis y no solamente en las casas editoras. En los diarios se encuentra uno de todo ya, y en la radio parece que hubiera ahora un comisario expresamente encargado de velar por que los locutores pronuncien incorrectamente los nombres extranjeros, aunque hayan sido italianizados.

Tengo a la vista dos libros publicados por dos importantes editores. En la traducción del inglés de una obra de divulgación histórica se me dice que dos grandes filósofos árabes dominaron el medievo: Avicena e Ibn-Sina. Se da el caso (notorio para muchos) de que Avicena e Ibn-Sina son la misma persona (como Cassius Clay y Muhammad Ali). ¿Se equivocaba ya el autor original? ¿Ha confundido el traductor un "and" con un "or"? ¿Se ha empastelado una prueba en la que ha saltado una línea o un paréntesis explicativo? Misterio. El hecho es que un editor, aunque no supiera nada de Avicena, hubiera debido cerciorarse en una enciclopedia si los dos nombres estaban bien escritos, y se habría dado cuenta del error.

En otro libro traducido del alemán, encuentro primero mencionado a un tal "Symeon Stylites" que es, evidentemente, San Simeón Estilita, y paciencia.

Pero luego encuentro "Giovanni il Battezzatore". Los alemanes, en efecto, llaman "Johannes der Täufer" al que entre nosotros es Juan Bautista. El traductor sabía el alemán, pero jamás en su vida había entrado en contacto, no digo con los Evangelios, sino que ni siquiera con algún almanaque o un texto cualquiera para niños que hablara de Jesús.

CORRECTOR BUDISTA
Me parece extraordinario, aun cuando se hubiera criado en el seno de una familia budista. Pero aquí parece que el budista fuera también el corrector (al que sería debida la causa de cualquier perplejidad) y, sobre todo, el editor. Si no fuera por el hecho de que en este caso el editor evidentemente no era, sino que alguien ha comprado el libro, lo ha mandado traducir, ha enviado el manuscrito directamente a la imprenta y eso es todo.

Si se manda un manuscrito a una University Press norteamericana, tienen que pasar dos años antes de que salga. En esos dos años hacen composición y editing a través de las cuales lo mismo siempre se escapa alguna tontería, pero menos que entre nosotros. Estos dos años de trabajo cuestan. Si se quiere estar presente en el mercado con el libro terminado, no se puede permitir uno el lujo de pagar un editor digno de ese nombre, y el oficio muere.

Si al corregir meticulosamente una línea se termina pasando por alto la siguiente, si el autor puede equivocarse más que los otros, si un editor puede no saber nada de Avicena, el manuscrito y las pruebas de imprenta deberían ser releídos por muchas personas con curiosidad y competencias diversas. Todo esto podía acontecer todavía en las casas editoras de estructura "familiar", donde un texto era cariñosamente discutido en cada pasaje por más colaboradores, pero difícilmente puede ocurrir en una gran empresa en la que todo se procesa en cadena de montaje. Nuevas oportunidades profesionales se abren por lo tanto para quien acredite estudios especializados en editing, al cual sea confiado el libro en concesión, y donde sea seguido con pasión palabra por palabra.

La Nación 26 - 10 - 1997

lunes, 23 de noviembre de 2009

FILOSOFIA EN EL TOCADOR

Será que la gente ya no soporta la televisión basura, será que en el mundo suceden tantas cosas malas que se siente la necesidad de algunos momentos de reflexión sosegada. El caso es que se están multiplicando los lugares y las ocasiones en que al gran público se le vuelve a proponer la filosofía.

Sí, la filosofía de bachillerato: a veces en tertulias dominicales en un café, como en París; otras veces, mediante vulgarizaciones de fácil lectura; otras, haciendo acudir a un público increíblemente amplio a salas donde discuten filósofos de profesión.

En todo esto hay bastante de moda y de simplificación mediática, es verdad, pero no hay que subestimar el síntoma. Por lo tanto, se me ocurre una serie de propuestas para los que no son especialistas, incluso para los que no estudiaron filosofía en el bachillerato o los que fueron a escuchar a presuntos filósofos que hablaban en algún sitio y no entendieron nada. A todos ellos les aconsejo la vía más sencilla: leer lo que han escrito los verdaderos filósofos.

No siempre la filosofía debe presentarse como algo fácil. A veces debe ser difícil, pero en ningún lugar se ha dictaminado que para filosofar hay que hablar difícil. En filosofía, la dificultad del lenguaje no es señal ni de calidad ni de perversidad, sino que a menudo depende del problema planteado. Hay obras maestras filosóficas que han cambiado nuestra forma de ser y de pensar que son irremediablemente difíciles, por lo que no invitaré a nadie que no esté especializado a que lea la Metafísica o el Organon, de Aristóteles, la Crítica de la razón pura o ese libro sublime pero abrupto que es la Etica, de Spinoza.

Hay también filósofos que han sabido hablar de forma accesible y suelen ser los mismos que en otras obras hablan de forma inaccesible. Por lo tanto, aconsejo sólo algunos libritos (cada uno de ellos tiene unas cien páginas) en los que se ve cómo se puede filosofar sin usar demasiados términos técnicos.

Empecemos con Platón. Propondría el Critón, donde se aprende cómo y por qué ningún ciudadano debe eludir la observancia de las leyes (se llame Sócrates o Berlusconi) y, pasando a Aristoteles, la Poética.

Olviden que habla de la tragedia clásica. Léanla como si nos describiera cómo se construyen un policial o una película del Oeste. Nuestro hombre ya había entendido todo lo que más de dos mil años después entenderían Alfred Hitchcock y John Ford.

A continuación, lean el De magistro, de San Agustín. Se refiere a cómo se le habla a un hijo sobre los temas de todos los días. Un libro genial por su sencillez y su agudeza.

Aun siendo un admirador de la Edad Media, encuentro difícil aconsejar un texto de la gran época escolástica, porque unas pocas páginas, leídas fuera de su contexto sistemático, pueden quedar desnaturalizadas. Saltemos el foso, el estrictamente filosófico, y orientemos a nuestro lector hacia el epistolario (ay, sí, amoroso) de Abelardo y Eloísa. No esperen demasiado sexo, pero vale la pena.

Para el Renacimiento, intentémoslo con la Oración sobre la dignidad del hombre, de Pico della Mirandola. Y luego (pero sólo en antologías, y las hay) algunas páginas de los Ensayos, de Montaigne. Funcionan también en dosis homeopáticas.

Inmediatamente después, el Discurso del método, de Descartes, ejemplar por su claridad, y a continuación una antología de los pensamientos de Pascal.

Por último, un filósofo que escribía como si estuviera en una charla de sobremesa con sus amigos, culto y juicioso, el John Locke del Ensayo sobre el intelecto humano.

La obra completa es muy larga, pero yo diría que pueden limitarse al tercer libro, dedicado al uso que hacemos de las palabras. Como con Aristóteles, léanlo como si Locke nos hablara de los discursos de hoy y comparen sus observaciones con las primeras páginas de los periódicos y con los debates televisivos de nuestros días.

Para la Ilustración, me limitaría por ahora al Cándido, de Voltaire. Al fin y al cabo, se trata de una novelita, y la mar de agradable.

Ahora les hago una propuesta provocadora: visto que Kant es, por definición, demasiado exigente, salgamos a su encuentro allá donde, para redondear el sueldo, daba clases a los estudiantes sobre argumentos en los que no estaba especializado, y se demostraba gracioso, extravagante, capaz de contar anécdotas y de expresar opiniones incluso paradójicas. Leamos, pues, su Antropología en sentido pragmático. El título puede dar miedo, pero el texto es de alta gacetilla.

El siglo XIX es una mala bestia: son todos librotes difíciles, pero sólo nosotros, los italianos, no consideramos el Zibaldone de pensamientos, de Leopardi, una obra de alta filosofía. Recientemente, en Francia, lo han recuperado con inmenso respeto. También ahí adoptamos un espíritu antológico: una paginita o dos antes de acostarnos.

¿Y luego? Pues luego el espacio para mi columna se ha acabado, y dejo de lado a los contemporáneos. A menos que quieran saborear, saltando de aquí para allá, bien dosificadas, algunas de las observaciones de Wittgenstein en (no se asusten por el título) Investigaciones filosóficas. De vez en cuando dirán que estaba loco. Sí, estaba loco. Pero qué loco.

La Nación 27 - 05 - 2006

domingo, 22 de noviembre de 2009

EL LIBRO ESCOLAR COMO MAESTRO

La idea gubernamental (por ahora, en estado de propuesta) de sustituir los libros de texto por material extraído de Internet, para aligerar las mochilas escolares y para bajar el costo, ha suscitado diversas reacciones. Los editores de textos educativos y los libreros consideran ese proyecto como una amenaza para una industria que da empleo a miles de personas.

Si bien me solidarizo con editores y libreros, se podría decir que por parecidas razones podrían haber protestado los fabricantes de carrozas y coches y los criadores de caballos ante la aparición del vapor o (tal como lo hicieron) los tejedores ante la aparición de los telares mecánicos.

La segunda objeción es que esa iniciativa prevé que habrá una computadora para cada estudiante, pero es dudoso que el Estado pueda hacerse cargo de esa compra, e imponérsela a los padres implicaría para éstos un gasto mayor que el de los libros .

Por otra parte, si se comprara una computadora por cada clase, eso perjudicaría el aspecto de investigación personal, que constituiría el mayor atractivo de la propuesta... y lo mismo daría imprimir, en la imprenta estatal, miles de volantes y repartirlos cada mañana, como se hace con las hogazas en los comedores populares. Pero todavía se podría esperar que llegara el momento de la computadora para todos.

Pero el problema es otro. Es que Internet no está destinada a sustituir a los libros: es tan sólo un formidable complemento, un incentivo para leer más. El libro sigue siendo el instrumento principal de transmisión y disponibilidad del conocimiento y los textos escolares representan la primordial e insustituible oportunidad de educar a los niños en el empleo del libro.

Además, Internet proporciona un repertorio fantástico de información, pero no entrega ningún filtro para seleccionarla, mientras que la educación no consiste solamente en transmitir información sino en transmitir criterios de selección. Esa es la función del maestro, pero también la función de un texto escolar, que ofrece, precisamente, el ejemplo de una selección realizada entre el maremágnum de toda la información posible.

Y eso ocurre incluso con el texto peor hecho. Al profesor le corresponderá criticarlo por su parcialidad, pero siempre desde el punto de vista de otro criterio selectivo. Si los niños no aprenden eso, que la cultura no es acumulación, sino la capacidad de discriminar, no habrá educación, sino caos mental.

Algunos estudiantes entrevistados han dicho: “¡Qué bueno, así podré imprimir únicamente la página que me sirve, sin tener que seguir buscando cosas que no tengo que estudiar!”. Error.

Recuerdo que en un tercer año, a fines de la guerra, los profesores (los únicos de mi carrera estudiantil cuyos nombres he olvidado) no me enseñaban gran cosa, pero, por despecho, yo hojeaba mi texto, una antología en la que por primera vez encontré la poesía de Ungaretti, de Quasimodo y de Montale. Fue una revelación y una conquista personal.

El libro de texto vale precisamente porque permite descubrir incluso aquello que el profesor se ha olvidado de enseñar, y que otro, en cambio, consideró fundamental.

Además, el libro de texto permanece como remanente y recordatorio de los años escolares transcurridos, en tanto que algunas hojas impresas para uso inmediato, que se caen constantemente al suelo y que suelen tirarse después de que se las ha subrayado (nos sucede a los estudiosos, así que podemos imaginarnos lo que les sucede a los escolares), no dejan ningún rastro en la memoria. Son, lisa y llanamente, una pérdida. Es cierto que los libros podrían ser menos pesados y costar menos si prescindieran de tantas ilustraciones en color. Bastaría que un libro de historia explicara quién fue Julio César y después resultaría sin duda apasionante, si se dispone de una computadora, buscar en Google Image y salir a la caza de imágenes de Julio César, de reconstrucciones de la Roma de la época, de diagramas que expliquen cómo estaba organizada una legión.

Digo esto parar no mencionar que si el libro indicara, además, algunos sitios de Internet útiles para profundizar el tema, el alumno tal vez se sentiría embarcado en una aventura personal... aunque el profesor debería ser capaz, después, de enseñarle a distinguir los sitios serios, los que valen la pena, de los sitios chapuceros y superficiales. Libro e Internet son, por cierto, una mejor dupla que libro y pistolas.

En fin, no sería bueno abolir los libros de texto. Internet podría, sin duda, sustituir a los diccionarios, que son los que más pesan en la mochila. Abonarse con un gasto módico a un diccionario de latín, de griego o de cualquier otra lengua, disponible en línea por medio de una contraseña, como ocurre con el e-mail, sería, ciertamente, un recurso muy útil y rápido.

Pero todo debería girar siempre en torno del libro. Es cierto que el presidente del Consejo ha dicho en una oportunidad que hace veinte años que no lee una novela, pero la escuela no debe enseñar a convertirse en presidente del Consejo. Al menos, no en un presidente como el actual.

La Nación, 23-07-2004

EL ENEMIGO DE LA PRENSA

Será el pesimismo de la edad tardía, será la lucidez que la edad conlleva, la cuestión es que siento cierta perplejidad, mezclada con escepticismo, a la hora de intervenir para defender la libertad de prensa. Lo que quiero decir es que cuando alguien tiene que intervenir para defender la libertad de prensa eso entraña que la sociedad, y con ella gran parte de la prensa, están enfermas. En las democracias que definiríamos “vigorosas” no hay necesidad de defender la libertad de prensa porque a nadie se le ocurre limitarla.

Esta es la primera razón de mi escepticismo, de la que desciende un corolario. El problema italiano no es Silvio Berlusconi. La historia (me gustaría decir desde Catilina) está llena de hombres atrevidos y carismáticos, con escaso sentido del Estado y altísimo sentido de sus propios intereses, que han deseado instaurar un poder personal, desbancando parlamentos, magistraturas y constituciones, distribuyendo favores a los propios cortesanos y (a veces) a las propias cortesanas, identificando el placer personal con el interés de la comunidad. No siempre estos hombres han conquistado el poder al que aspiraban porque la sociedad no se los ha permitido. Cuando la sociedad se los ha permitido, ¿por qué tomársela con estos hombres y no con la sociedad que les ha dado carta blanca?

Recordaré siempre una historia que contaba mi madre: cuando tenía 20 años, encontró un buen empleo como secretaria y dactilógrafa de un diputado liberal, y digo liberal. El día siguiente al ascenso de Mussolini al poder, este hombre dijo: “en el fondo, vista la situación en que se encuentra Italia, quizá este hombre encuentre la manera de poner un poco de orden”.

Así pues, lo que instauró el fascismo no fue la energía de Mussolini (ocasión y pretexto) sino la indulgencia y relajación de este diputado liberal (representante ejemplar de un país en crisis).

Por lo tanto, es inútil tomársela con Berlusconi puesto que hace, por decirlo de alguna manera, su propio trabajo. Es la mayoría de los italianos la que ha aceptado el conflicto de intereses, la que acepta las patrullas ciudadanas, la que acepta la Ley Alfano con su garantía de inmunidad para el Primer Ministro, y la que ahora aceptaría con bastante tranquilidad si el Presidente de la República no hubiera movido una ceja la mordaza colocada (por ahora experimentalmente) a la prensa. La nación misma aceptaría sin dudarlo (y es más, con cierta maliciosa complicidad) que Berlusconi fuera de velinas, si ahora no interviniera para turbar la pública conciencia una cauta censura de la Iglesia (que se superará muy pronto porque desde que el mundo es mundo los italianos, y los cristianos en general, van de putas aunque el párroco diga que no se debería).

Entonces ¿por qué dedicar a estas alarmas una columna, si sabemos que este periódico llegará a quienes ya están convencidos de estos riesgos para la democracia, y no lo leerán los que están dispuestos a aceptarlos con tal de que no les falte su ración de Gran Hermano y que, además, en el fondo saben poquísimo de muchos asuntos político-sexuales porque una información mayoritariamente bajo control ni siquiera los menciona?

Ya, ¿por qué hacerlo? El porqué es muy sencillo. En 1931, el fascismo impuso a los profesores universitarios, que entonces eran 1.200, un juramento de fidelidad al régimen. Sólo 12 (uno por ciento) se negaron y perdieron su plaza. Algunos dicen que fueron 14, pero esto nos confirma hasta qué punto el fenómeno pasó inadvertido en aquel entonces, dejando recuerdos vagos. Muchos, que posteriormente serían personajes eminentes del antifascismo post-bélico, juraron fidelidad para poder seguir difundiendo sus enseñanzas. Quizá los 1.118 que se quedaron tenían razón, por motivos diferentes y todos respetables. Ahora bien, aquellos 12 que dijeron que no salvaron el honor de la Universidad y, en definitiva, el honor del país.

Este es el motivo por el que a veces hay que decir que no aunque, con pesimismo, se sepa que no servirá para nada. Que por lo menos, algún día, se pueda decir que lo hemos dicho.

L´Expresso 16-07-2009

HISTORIA DE LA FEALDAD

Entrevista sobre su libro Historia de la Fealdad

PARA UNA GUERRILLA SEMIOLÓGICA

No hace mucho tiempo que para adueñarse del poder político en un país era suficiente controlar el ejército y la policía. Hoy, sólo en los países subdesarrollados los generales fascistas recurren todavía a los carros blindados para dar un golpe de estado. Basta que un país haya alcanzado un alto nivel de industrialización para que cambie por completo el panorama: el día siguiente a la caída de Kruschev fueron sustituidos los directores de Izvestia, de Pravda y de las cadenas de radio y televisión; ningún movimiento en el ejército. Hoy, un país pertenece a quien controla los medios de comunicación.

Si la lección de la historia no parece lo bastante convincente, podemos recurrir a la ayuda de la ficción que, como enseñaba Aristóteles, es mucho más verosímil que la realidad. Consideremos tres películas norteamericanas de los últimos años: Seven Days in May (Siete días de mayo), Dr. Strangelove (Teléfono rojo, volamos hacia Moscú) y Fail Safe (Punto límite). Las tres trataban de la posibilidad de un golpe militar contra el gobierno de Estados Unidos, y, en las tres, los militares no intentaban controlar el país mediante la violencia de las armas, sino a través del control del telégrafo, el teléfono, la radio y la televisión.

No estoy diciendo nada nuevo: no sólo los estudiosos de la comunicación, sino también el gran público, advierten ahora que estamos viviendo en la era de la comunicación. Como ha sugerido el profesor McLuhan, la información ha dejado de ser un instrumento para producir bienes económicos, para convertirse en el principal de los bienes. La comunicación se ha transformado en industria pesada. Cuando el poder económico pasa de quienes poseen los medios de producción a quienes tienen los medios de información, que pueden determinar el control de los medios de producción, hasta el problema de la alienación cambia de significado. Frente al espectro de una red de comunicación que se extiende y abarca el universo entero, cada ciudadano de este mundo se convierte en miembro de un nuevo proletariado. Aunque a este proletariado ningún manifiesto revolucionario podría decirle: «¡Proletarios del mundo, uníos!» Puesto que aún cuando los medios de comunicación, en cuanto medios de producción, cambiaran de dueño, la situación de sujeción no variaría. Al limite, es lícito pensar que los medios de comunicación serían medios alienantes aunque pertenecieran a la comunidad.

Lo que hace temible al periódico no es (por lo menos, no es sólo) la fuerza económica y política que lo dirige. El periódico como medio de condicionamiento de la opinión queda ya definido cuando aparecen las primeras gacetas. Cuando alguien tiene que redactar cada día tantas noticias como permita el espacio disponible, de manera que sean accesibles a una audiencia de gustos, clase social y educación diferentes y en todo el territorio nacional, la libertad del que escribe ha terminado: los contenidos del mensaje no dependerán del autor, sino de las determinaciones técnicas y sociológicas del medio.

Todo esto había sido advertido hace tiempo por los críticos más severos de la cultura de masas, que afirmaban: « Los medios de comunicación de masas no son portadores de ideología: son en sí mismos una ideología.» Esta posición, que he definido en uno de mis libros como «apocalíptica», sobreentiende este otro argumento: No importa lo que se diga a través de los canales de comunicación de masas; desde el momento en que el receptor está cercado por una serie de comunicaciones que le llegan simultáneamente desde varios canales, de una manera determinada, la naturaleza de esta información tiene poquísima importancia. Lo que cuenta es el bombardeo gradual y uniforme de la información, en la que los diversos contenidos se nivelan y pierden sus diferencias.

Recordaréis que ésta es también la conocida posición de Marshall McLuhan en Understanding Media. Salvo que, para los llamados «apocalípticos», esta convicción se traducía en una consecuencia trágica: el destinatario del mensaje de los mass-media, desvinculado de los contenidos de la comunicación, recibe sólo una lección ideológica global, un llamado a la pasividad narcótica. Cuando triunfan los medios de masas, el hombre muere.

Por el contrario, Marshall McLuhan, partiendo de las mismas premisas, llega a la conclusión de que, cuando triunfan los medios de masas muere el hombre gutenbergiano y nace un hombre diferente, habituado a «sentir» el mundo de otra manera. No sabemos si este hombre será mejor o peor, pero sabemos que se trata de un hombre nuevo. Allí donde los apocalípticos veían el fin de la historia, McLuhan observa el comienzo de una nueva fase histórica. Pero es lo mismo que sucede cuando un virtuoso vegetariano discute con un consumidor de LSD: el primero ve en la droga el fin de la razón, el otro el inicio de una nueva sensibilidad. Ambos están de acuerdo en lo que concierne a la composición química de los psicodélicos.

En cambio la cuestión que deben plantearse los estudiosos de la comunicación es ésta: ¿Es idéntica la composición química de todo acto comunicativo?

Naturalmente, están los educadores que manifiestan un optimismo más simple, de tipo iluminista: tienen una fe ciega en el poder del contenido del mensaje. Confían en poder operar una transformación de las conciencias transformando las transmisiones televisivas, la cuota de verdad en el anuncio publicitario, la exactitud de la noticia en la columna periodística.

A éstos, o a quienes sostienen que the medium is the message, quisiera recordarles una imagen que hemos visto en tantos cartoons y en tantos comic strips, una imagen un poco obsoleta, vagamente racista, pero que sirve de maravilla para ejemplificar esta situación. Se trata de la imagen del jefe caníbal que se ha colgado del cuello, como pendentif, un reloj despertador.

No creo que todavía existan jefes caníbales que vayan ataviados de tal modo, pero cada uno de nosotros puede trasladar este modelo a otras varias experiencias de la propia vida cotidiana. El mundo de las comunicaciones está lleno de caníbales que transforman un instrumento para medir el tiempo en una joya «op».

Si esto sucede, entonces no es cierto que the medium is the message: puede ser que la invención del reloj, al habituarnos a pensar el tiempo en forma de un espacio dividido en partes uniformes, haya cambiado para algunos hombres el modo de percibir, pero existe indudablemente alguien para quien el «mensaje-reloj» significa otra cosa.

Pero si esto es así, tampoco es cierto que la acción sobre la forma y sobre el contenido del mensaje pueda modificar a quien lo recibe; desde el momento en que quien recibe el mensaje parece tener una libertad residual: la de leerlo de modo diferente.

He dicho «diferente» y no «equivocado». Un breve examen de la mecánica misma de la comunicación nos puede decir algo más preciso sobre este argumento.

La cadena comunicativa presupone una fuente que, mediante un transmisor, emite una señal a través de un canal. Al extremo del canal, la señal se transforma en mensaje para uso del destinatario a través de un receptor. Esta cadena de comunicación normal prevé naturalmente la presencia de un ruido a lo largo del canal, de modo que el mensaje requiere una redundancia para que la información se transmita en forma clara. Pero el otro elemento fundamental de esta cadena es la existencia de un código, común a la fuente y al destinatario. Un código es un sistema de probabilidad prefijado y sólo en base al código podemos determinar si los elementos del mensaje son intencionales (establecidos por la fuente) o consecuencia del ruido. Me parece muy importante distinguir perfectamente los diversos puntos de esta cadena, porque cuando se omiten se producen equívocos que impiden considerar el fenómeno con atención. Por ejemplo, buena parte de las tesis de Marshall McLuhan acerca de la naturaleza de los media derivan del hecho de que él llama «media», en general, a fenómenos que son reducibles a veces al canal, a veces al código y a veces a la forma del mensaje. El alfabeto reduce, según criterios de economía, las posibilidades de los órganos fonadores y de este modo provee de un código para comunicar la experiencia; la calle me provee de un canal a lo largo del cual puedo hacer viajar cualquier comunicación. Decir que el alfabeto y la calle son «media», significa no considerar la diferencia entre un código y un canal. Decir que la geometría euclidiana y un traje son "media", significa no diferenciar un código (los elementos de Euclides son un modo de formalizar la experiencia y de hacerla comunicable) de un mensaje (un traje determinado, en base a códigos indumentarios -de convenciones aceptadas por la sociedad-, comunica una actitud mía respecto a mis semejantes). Decir que la luz es un media significa no advertir que existen, por lo menos, tres acepciones de «luz». La luz puede ser una señal de información (utilizo la electricidad para transmitir impulsos que, según el código morse, significan mensajes particulares); la luz puede ser un mensaje (si mi amante pone una luz en la ventana, significa que su marido está ausente); y la luz puede ser un canal (si tengo la luz encendida en la habitación, puedo leer el mensaje-libro). En cada uno de estos casos el impacto de un fenómeno sobre el cuerpo social varía según el papel que juega en la cadena comunicativa.

Siguiendo con el ejemplo de la luz, en cada uno de estos tres casos el significado del mensaje cambia según el código elegido para interpretarlo. El hecho de que la luz, cuando utilizo el código morse para transmitir señales luminosas, sea una señal -y que esta señal sea luz y nada más- tiene en el destinatario un impacto mucho menos importante que el hecho de que el destinatario conozca el código morse. Si, por ejemplo, en el segundo de los casos citados, mi amante usa la luz como señal para transmitirme en morse el mensaje «mi marido está en casa» pero yo sigo refiriéndome al código establecido precedentemente, por el que «luz encendida» significa «marido ausente», lo que determina mi comportamiento (con todas las desagradables consecuencias que supone) no es la forma del mensaje ni su contenido según la fuente emisora, sino el código que yo uso. Es la utilización del código lo que confiere a la señal-luz un determinado contenido. El paso de la Galaxia Gutenberg al Nuevo Pueblo de la Comunicación Total no impedirá que se desencadene entre yo, mi amante y su marido el eterno drama de la traición y de los celos.

En este sentido, la cadena comunicativa descrita antes deberá transformarse de esta manera: el receptor transforma la señal en mensaje, pero este mensaje es todavía una forma vacía a la que el destinatario podrá atribuir significados diferentes según el código que aplique.

Si escribo la frase No more, aquel que la interprete a la luz del código lengua inglesa la entenderá en el sentido más obvio; pero les aseguro que, leída por un italiano, la misma frase significaría «nada de moras», o bien «no, prefiero las moras»; pero, si en lugar de un sistema de referencia botánico, mi interlocutor apelase a un sistema de referencia jurídico, entendería «nada de moras (dilaciones)»; y si usase un sistema de referencia erótico, la misma frase sería la res- puesta «no, morenas» a la pregunta «¿Los caballeros las prefieren rubias?».

Naturalmente, en la comunicación. normal, entre persona y persona, relativa a la vida cotidiana, estos equívocos son mínimos: los códigos se establecen de antemano. Pero hay también casos extremos como, en primer lugar, la comunicación estética, donde el mensaje es intencionalmente ambiguo con el fin preciso de estimular la utilización de códigos diferentes por parte de aquellos que estarán en contacto con la obra de arte, en lugares y en momentos diferentes.

Si en la comunicación cotidiana la ambigüedad está excluida y en la estética es por el contrario deseada, en la comunicación de masas la ambigüedad, aunque ignorada, está siempre presente. Hay comunicación de masas cuando la fuente es única, centralizada, estructurada según los modos de la organización industrial; el canal es un expediente tecnológico que ejerce una influencia sobre la forma misma de la señal; y los destinatarios son la totalidad (o bien un grandísimo número) de los seres humanos en diferentes partes del globo. Los estudiosos norteamericanos se han dado cuenta de lo que significa una película de amor en tecnicolor, pensada para las señoras de los suburbios y proyectada, después, en un pueblo del Tercer Mundo. Pero en países como Italia, donde el mensaje tele- visivo es elaborado por una fuente industrial centralizada y llega simultáneamente a una ciudad industrial del norte y a una perdida aldea agrícola del sur, en dos circunstancias sociológicas separadas por siglos de historia, este fenómeno se registra día a día.

Pero basta incluso con la reflexión paradójica para convencerse de este hecho: cuando la revista Eros publicó, en Estados Unidos, la famosa fotografía de una mujer blanca y un hombre de color, desnudos, besándose, imagino que, si las mismas imágenes hubieran sido transmitidas por una red televisiva de gran difusión, el significado atribuido al mensaje por el gobernador de Alabama y por Allen Ginsberg habría sido diferente. Para un hippie californiano, para un radical del Village, la imagen habría significado la pro- mesa de una nueva comunidad. Para un seguidor del Ku Klux Man el mensaje habría significado una tremenda amenaza de violencia carnal.

El universo de la comunicación de masas está lleno de estas interpretaciones discordantes; diría que la variabilidad de las interpretaciones es la ley constante de las comunicaciones de masas. Los mensajes parten de la fuente y llegan a situaciones sociológicas diferenciadas, donde actúan códigos diferentes. Para un empleado de banco de Milán la publicidad televisiva de un frigorífico representa un estímulo a la adquisición, pero para un campesino en paro de Calabria la misma imagen significa la denuncia de un universo de bienestar que no le pertenece y que deberá conquistar. Es por esto que creo que en los países pobres incluso la publicidad televisiva puede funcionar como mensaje revolucionario.

El problema de la comunicación de masas es que hasta ahora esta variabilidad de las interpretaciones ha sido casual. Nadie regula el modo en que el destinatario usa el mensaje, salvo en raras ocasiones. En este sentido, aunque hayamos desplazado el problema, aunque hayamos afirmado que «el medio no es el mensaje», sino que «el mensaje depende del código», no hemos resuelto el problema de la era de las comunicaciones. Si el apocalíptico dice: «El medio no transmite ideologías, es la ideología misma; la televisión es la forma de comunicación que asume la ideología industrial avanzada», nosotros sólo podremos responder: «El medio transmite las ideologías a las que el destinatario puede recurrir en forma de códigos que nacen de la situación social en la que vive, de la educación recibida, de las disposiciones psicológicas del momento.» En tal caso, el fenómeno de las comunicaciones de masas seria inmutable: existe un instrumento extremadamente poderoso que ninguno de nosotros llegará jamás a regular; existen medios de comunicación que, a diferencia de los medios de producción, no son controlables ni por la voluntad privada ni por la de la colectividad. Frente a ellos, todos nosotros, desde' el director de la CBS y el presidente de Estados Unidos, pasando por Martin Heidegger, hasta el campesino más humilde del delta del Nilo, somos el proletariado.

Sin embargo, creo que el defecto de este plantea- miento consiste en el hecho de que todos nosotros estamos tratando de ganar esta batalla (la batalla del hombre en el universo tecnológico de la comunicación) recurriendo a la estrategia.

Habitualmente, los políticos, los educadores, los científicos de la comunicación creen que para controlar el poder de los mass-media es preciso controlar dos momentos de la cadena de la comunicación: la fuente y el canal. De esta forma se cree poder controlar el mensaje; por el contrario, así sólo se controla el mensaje como forma vacía que, en su destinación, cada cual llenará con los significados que le sean sugeridos por la propia situación antropológica, por su propio modelo cultural. La solución estratégica puede resumirse en la frase: «Hay que ocupar el sillón del presidente de la RAI», o bien: «Hay que apoderarse del sillón del ministro de Información», o: «Es preciso ocupar el sillón del director del Corriere.» No niego que este planteamiento estratégico pueda dar excelentes resultados a quien se proponga el éxito político y económico, pero me temo que ofrezca resultados muy magros a quien espere devolver a los seres humanos una cierta libertad frente al fenómeno total de la comunicación.

Por esta razón, habrá que aplicar en el futuro a la estrategia una solución de guerrilla. Es preciso ocupar, en cualquier lugar del mundo, la primera silla ante cada aparato de televisión (y, naturalmente, la silla del líder de grupo ante cada pantalla cinematográfica, cada transistor, cada página de periódico). Si se prefiere una formulación menos paradójica, diré: La batalla por la supervivencia del hombre como ser responsable en la Era de la Comunicación no se gana en el lugar de donde parte la comunicación sino en el lugar a donde llega. Si he hablado de guerrilla es porque nos espera un destino paradójico y difícil, a nosotros, estudiosos y técnicos de la comunicación: precisamente en el momento en que los sistemas de comunicación prevén una sola fuente industrializada y un solo mensaje, que llegaría a una audiencia dispersa por todo el mundo, nosotros deberemos ser capaces de imaginar unos sistemas de comunicación complementarios que nos permitan llegar a cada grupo humano en particular, a cada miembro en particular, de la audiencia universal, para discutir el mensaje en su punto de llegada, a la luz de los códigos de llegada, confrontándolos con los códigos de partida.

Un partido político, capaz de alcanzar de manera capilar a todos los grupos que ven televisión y de llevarlos a discutir los mensajes que reciben, puede cambiar el significado que la fuente había atribuido a ese mensaje. Una organización educativa que lograse que una audiencia determinada discutiera sobre el mensaje que recibe, podría volver del revés el significado de tal mensaje. 0 bien, demostrar que ese mensaje puede ser interpretado de diferentes modos.

Cuidado: no estoy proponiendo aquí una nueva forma de control de la opinión pública, todavía más terrible. Estoy proponiendo una acción para incitar a la audiencia a que controle el mensaje y sus múltiples posibilidades de interpretación.

La idea de que un día habrá que pedir a los estudiosos y educadores que abandonen los estudios de televisión o las redacciones de los periódicos para librar una guerrilla puerta a puerta, como provos de la recepción crítica puede asustar y parecer pura utopía. Pero si la Era de las Comunicaciones avanza en la dirección que hoy nos parece más probable, ésta será la única salvación para los hombres libres. Hay que estudiar cuales pueden ser las formas de esta guerrilla cultural. Probablemente, en la interrelación de los diversos medios de comunicación, podrá emplearse un medio para comunicar una serie de juicios sobre otro medio. Esto es lo que en cierta medida hace, por ejemplo, un periódico cuando critica una transmisión de televisión. Pero, ¿quién nos asegura que el artículo del periódico será leído del modo que deseamos? ¿Nos veremos obligados a recurrir a otro medio para enseñar a leer el periódico de manera consciente?.

Ciertos fenómenos de «contestación de masa» (hippies o beatniks, new bohemia o movimientos estudiantiles) nos parecen hoy respuestas negativas a la sociedad industrial: se rechaza la sociedad de la Comunicación Tecnológica para buscar formas alternativas de vida asociativa. Naturalmente, estas formas se realizan usando medios de la sociedad tecnológica (televisión, prensa, discos...). Así no se sale del círculo, sino que se vuelve a entrar en él sin quererlo. Las revoluciones se resuelven a menudo en formas pintorescas de integración.

Podría suceder que estas formas no industriales de comunicación (de los love-in a los mitines estudiantiles, con sentadas en el campus universitario) pudieran llegar a ser las formas de una futura guerrilla de las comunicaciones. Una manifestación complementaria de las manifestaciones de la comunicación tecnológica, la corrección continua de las perspectivas, la verificación de los códigos, la interpretación siempre renovada de los mensajes de masas. El universo de la comunicación tecnológica sería entonces atravesado por grupos de guerrilleros de la comunicación, que reintroducirían una dimensión crítica en la recepción pasiva. La amenaza para quienes the medium is the message podría entonces llegar a ser, frente al medio y al mensaje, el retorno a la responsabilidad individual. Frente a la divinidad anónima de la Comunicación Tecnológica, nuestra respuesta bien podría ser: «Hágase nuestra voluntad, no la Tuya.»

La estrategia de la ilusión. Editorial Lumen/Ediciones de la Flor. Buenos Aires. 1987

ULTIMAS NOTICIAS

Cuando yo era chico, mi padre siempre me decía que, para saber cómo se pronunciaba un nombre extranjero, debía estar atento al locutor del Giornale Radio (creo que el más famoso se llamaba Kramer). Sólo así aprendería, por ejemplo, que Churchill se pronunciaba "cherchil" y no -como se hacía en esa época en la que la única lengua de nota era el francés- "shiurshíl".
En cambio, para saber cómo se escribía el nombre de un personaje o de una ciudad había que buscarlo en los diarios, especialmente en la página tres.
Ahora ningún padre podría impartirle esta lección a su hijo, porque los locutores de los programas musicales televisivos distorsionan horriblemente los nombres extranjeros (en ningún anuncio de un concierto se dice, de Boulez, "pier bulé", sino "pierre bule"). Y ni hablamos de los periódicos donde regularmente escriben "beaudealaire" y "simone de beauvoire".
Esta decadencia empeora aún más con el hecho de que se usan expresiones extranjeras incluso cuando no son necesarias, como en el caso de "pole position", que se podría traducir perfectamente como "primera posición" o "posición de ventaja", pero que sin embargo ha producido el engendro "pool position", expresión que, si existiera en inglés, significaría algo así como "posición de la piscina".
El problema aparece también cuando es indispensable usar la expresión extranjera, y se llega a versiones extrañísimas en la lengua vernácula. En el caso del italiano, ya hay términos extranjeros corrientemente italianizados: en italiano decimos tranquilamente Sorbona en vez de Sorbonne, pero a nadie se le ocurriría llamar al College de France "Collegio Francese".
Pero el problema se da en el caso de las universidades estadounidenses. Nuestros periódicos hablan comúnmente de la Universidad de Harvard y de la Universidad de Yale, cuando Harvard y Yale son nombres propios. Es como si los extranjeros hablaran de la Universidad de Bocconi, o de la Universidad de la Católica. Hace unos días, en un importante diario se hablaba de la Universidad Suny.

Ahora bien, SUNY significa State University of New York (tal como CUNY significa City University of New York), por lo cual, o bien se pone SUNY y basta (pero es posible que en ese caso los lectores no lo entiendan) o bien se pone Universidad del Estado de Nueva York.
Pero no se debe llamar Universidad de Nueva York a la New York University (NYU), porque se trata de una universidad privada que ha tomado como propio el nombre de la ciudad. ¿Será temor a usar las siglas? Sin embargo, escribimos KGB, traduciendo tranquilamente como kagebé, porque no podemos escribir "Kommitet Gosudarstevennoi Bezopasnosti" -porque nadie podría pronunciarlo- y ni siquiera nos atrevemos a escribir Comité de Seguridad del Estado, porque nadie sabría a qué nos referimos. Y entonces, ¿por qué no escribimos Yale University, que sería comprensible hasta para el menos letrado?
Recientemente, manifesté por enésima vez mi queja al director de un gran periódico por la desaparición de una figura que ya no existe más en las redacciones: la de aquel viejo jefe de linotipistas que se sabía de memoria el diccionario y no dejaba pasar ni un solo error. La obvia y desconsolada respuesta que recibí es que ahora no sólo el artículo llega directamente de la computadora del periodista y va inmediatamente a impresión, sino que un diario con suplementos puede superar las cien páginas, y que nadie podría controlar en un día esa cantidad de material renglón por renglón.
Entonces, estamos condenados a leer periódicos llenos de "errores de impresión". Naturalmente, escribir correctamente los nombres extranjeros es siempre muy difícil.
Un insigne colega alemán, que me conoce muy bien, al punto de enviarme invitaciones para conferencias recientes, las dirigió a Umberto "Ecco".
Yo mismo sufro palpitaciones cada vez que debo citar a Lucien Goldmann o Erving Goffman, porque siempre me pregunto cuál de los dos va con dos enes. Pero, cada vez que me sucede, interrumpo para ir a controlar al diccionario, o a los libros. Por qué los periodistas y redactores editoriales se empeñan en eludir ese rito necesario sigue siendo un misterio.

La Nación. 06-07-2003

LOS HOMBRES NO DEJARÁN DE LEER

Sabemos bastante sobre cela (el libro), pero no sabemos lo que queremos decir con ceci (el ordenador). ¿Un instrumento mediante el cual una gran cantidad de información será proporcionada cada vez más por íconos? ¿Un instrumento sobre el que se puede leer y escribir sin necesidad del soporte en papel? ¿Un medio gracias al cual se podrán tener experiencias hipertextuales desconocidas? (...)La idea de que algo acabará con otra cosa es muy antigua, y desde luego se produjo antes de Hugo y antes de los últimos miedos medievales de Frollo. Según Platón (en el Fedro), Theut, o Hermes, el supuesto inventor de la escritura, presenta su invento al faraón Thamus, alabando la nueva técnica que permitirá a los humanos recordar lo que de otro modo olvidarían. Mi habilidoso Theut, dijo el faraón, la memoria es un gran don que debería mantenerse vivo entrenándolo continuamente. Con vuestro invento, la gente ya no se verá obligada a entrenar la memoria. Recordarán las cosas, no debido a un esfuerzo interno, sino gracias simplemente a algo externo.Podemos comprender la preocupación del faraón. La escritura, como cualquier otro invento tecnológico, hubiera hecho innecesario el poder humano al que sustituía y reforzaba, así como los coches nos hacen menos proclives a caminar. La escritura era peligrosa porque disminuía los poderes de la mente, ofreciendo a los humanos un alma petrificada, una caricatura de la mente, una memoria vegetal.El texto de Platón es irónico, naturalmente. Platón estaba escribiendo su propio argumento contra la escritura. Pero pretendía hacer creer que su discurso era relatado por Sócrates, que no escribía (parece académicamente obvio que murió porque no publicó). Por tanto, estaba expresando un miedo que todavía sobrevivía en su época. Pensar es un asunto interno. El auténtico pensador no permite que los libros piensen por él.Hoy en día, nadie comparte estos miedos, por dos razones muy simples. Primero, sabemos que los libros no hacen que otro piense por nosotros; al contrario, son artefactos que nos hacen pensar. Tan solo después del invento de la escritura fue posible escribir una obra de arte sobre la memoria espontánea como En búsqueda del tiempo perdido de Proust. En segundo lugar, si, en su día, la gente necesitaba entrenar su memoria para recordar cosas, después del invento de la escritura también tenían que entrenar su memoria para recordar libros. Los libros desafían y mejoran la memoria. No la narcotizan (...)Nuestra cultura contemporánea no está específicamente orientada hacia la imagen. Tomemos por ejemplo la cultura griega o medieval. En aquella época, la cultura escrita estaba reservada a una élite restringida y la mayoría de la gente era educada, informada y convencida (religiosa, política, éticamente) a través de imágenes. Podemos decir que mucha gente se pasa el día viendo la televisión y nunca lee un libro, y se trata desde luego de un problema social y educacional, pero a menudo olvidamos que esas mismas personas, hace algunos siglos, veían como mucho unas cuantas imágenes estándares y eran completamente analfabetas.A menudo nos confunde la crítica que los medios de comunicación de masas hacen de los mismos medios, y que resulta superficial y siempre tardía. Los medios de comunicación siguen repitiendo que nuestro período histórico está, y estará cada vez más, dominado por las imágenes. Esa fue la primera falacia de McLuhan, y los periodistas han leído a McLuhan demasiado tarde. La actual y las futuras generaciones de jóvenes estarán orientadas hacia el ordenador. La característica principal de una pantalla de ordenador es que alberga y muestra más letras que imágenes. La nueva generación se acercará al alfabeto más que a las imágenes (...)Durante los años ochenta, se publicaron en Estados Unidos algunos sesudos y alarmistas informes sobre el declive de la cultura escrita. Una de las razones para el último crack de Wall Street (que selló el final de la era Reagan) fue, según muchos observadores, no sólo la exagerada confianza en los ordenadores sino también el hecho de que ningún yuppie que controlaba el mercado de valores había estudiado a fondo el crack de 1929. No sabían manejar una crisis porque carecían de información histórica. Si hubieran leído algún libro sobre el martes negro, sus decisiones hubieran sido más sabias y habrían evitado muchos peligros conocidos.Pero me pregunto si los libros hubieran sido el único vehículo fiable para adquirir información. Hace años, la única manera de aprender otro idioma (además de viajar al extranjero) era estudiar en un libro. En la actualidad, nuestros hijos a menudo aprenden escuchando discos, viendo películas en versión original o descifrando las instrucciones de una lata de refrescos. Lo mismo ocurre con la información geográfica. En mi infancia, conseguía mi mejor información sobre países exóticos, no de los libros de texto sino leyendo novelas de aventuras (Julio Verne, por ejemplo, o Emilio Salgari o Karl May). Mis hijos han entrado en contacto mucho antes que yo con el mismo tema viendo películas de cine y televisión.La incultura de los yuppies no se debía únicamente a una exposición insuficiente a los libros, sino también a una forma de incultura visual. Los libros sobre el crack de 1929 existen y se siguen publicando (en todo caso se puede culpar a los yuppies de no frecuentar las librerías), mientras que al cine y la televisión no les interesa el análisis riguroso de acontecimientos históricos. Uno puede aprender perfectamente la historia del Imperio Romano a través de las películas, siempre que sean correctas desde el punto de vista histórico. El error de Hollywood no fue haber opuesto sus películas a los libros de Tácito o Gibbon, sino haber impuesto una versión romántica y caricaturesca de Tácito y Gibbon. El problema de los yuppies no es sólo que ven películas en lugar de leer libros; es que la televisión es el único sitio donde alguien sabe quién fue Gibbon.Hoy en día, el concepto de cultura abarca a muchos medios. Una política cultural acertada debe tener en cuenta la posibilidad de todos esos medios. Hay que equilibrar tareas y responsabilidades. Si para aprender un idioma es mejor hacerlo con casetes que con libros, adelante. Si una presentación de Chopin con su correspondiente comentario en los CD ayuda a que la gente entienda mejor su música, no importa que no compren cinco volúmenes de la historia de la música (...)Debray ha observado que el hecho de que la civilización hebrea se basara en el libro tiene mucho que ver con el hecho de que fuera una civilización nómada. Creo que esto es muy importante. Los egipcios podían grabar su historia en obeliscos de piedra, Moisés no. Para cruzar el mar Rojo, un libro es un instrumento más práctico para recoger la sabiduría. Por cierto, otra civilización nómada, la árabe, se basaba en el libro, y daba más importancia a la escritura que a las imágenes.Pero los libros también tienen una ventaja con respecto a los ordenadores. Aunque impresos en papel ácido, que sólo dura setenta años, aproximadamente, son más duraderos que los soportes magnéticos. Además, no sufren cortes de corriente y son más resistentes a los golpes. Al menos hasta ahora, los libros todavía representan la forma más barata, flexible y práctica de transportar información a muy bajo costo. (...)La gente desea comunicarse con los demás. En las antiguas comunidades lo hacían oralmente; en una sociedad más compleja lo intentaban hacer con la imprenta. Muchas personas no quieren publicar; sólo quieren comunicarse. El hecho de que en el futuro lo hagan por correo electrónico o por Internet será una gran bendición para los libros y para la cultura y el mercado del libro. Consideremos una librería. Hay demasiados libros. Yo recibo demasiados libros todas las semanas. Si los ordenadores consiguen reducir la cantidad de libros publicados, supondría una avance cultural enorme (...)Hay una idea curiosa según la cual cuanto más se dice en lenguaje verbal, más profundo y perceptivo se es. Mallarmé nos dijo que basta con decir une fleur para evocar un universo de fragancias, formas y pensamientos. Ocurre a menudo en poesía que menos palabras dicen más cosas. Tres líneas de Pascal dicen más que trescientas páginas de un largo y tedioso tratado sobre la moral y la metafísica. La búsqueda de una nueva y superviviente cultura no debería ser la búsqueda de una cantidad preinformática. Los enemigos de lo literario están escondidos en otra parte.Me da la impresión de que en estos tiempos nos enfrentamos a tres concepciones distintas de hipertexto. El problema es ¿qué representa un documento de hipertexto? Aquí debemos hacer una cuidadosa distinción, primero, entre sistemas y textos. Un sistema (por ejemplo, un sistema lingüístico) es la totalidad de las posibilidades desplegadas por un determinado lenguaje natural. En este marco, contiene el principio de semiosis ilimitada, como lo definió Peirce. Cada objeto lingüístico se puede interpretar en función de otros objetos lingüísticos o semióticos, una palabra por una definición, un acontecimiento por un ejemplo, un tipo natural por una imagen, etcétera. El sistema es tal vez finito pero ilimitado. Uno se desplaza en un movimiento tipo espiral ad infinitum. En este sentido, desde luego todos los libros posibles están comprendidos por y dentro de un buen diccionario. Si uno es capaz de usar el Third de Webster, se puede escribir El paraíso perdido y Ulises. Desde luego, si se concibe de dicho modo, el hipertexto puede transformar a cada lector en autor. Si se da el mismo sistema de hipertexto a Shakespeare y Dan Quayle, tienen las mismas posibilidades de producir Romeo y Julieta.Puede resultar bastante difícil producir hipertexto tipo sistema. Sin embargo, si tomamos la Horizons Unlimited Enciclomedia, las mejores interpretaciones del siglo XVII están virtualmente comprendidas dentro de ella. Depende de nuestra habilidad para descifrar sus vínculos preexistentes. Dado el sistema hipertextual, depende de nosotros convertirnos en Gibbon o en Walt Disney. De hecho, incluso antes del invento del hipertexto, con un buen diccionario un escritor podía diseñar cada posible libro o historia o poema o novela.Pero un texto no es un sistema enciclopédico o lingüístico. Un determinado texto reduce las posibilidades infinitas o indefinidas de un sistema para formar un universo cerrado. Finnegans Wake está desde luego abierto a muchas interpretaciones, pero es seguro que nunca nos proporcionará la prueba del último teorema de Fermat, o la completa bibliografía de Woody Allen. Esto parece trivial, pero el error radical de desconstrucciones irresponsables o de críticos como Stanley Fish era creer que se puede hacer lo que se quiera con un texto. Con un sistema como el hipertexto basado en el Third de Webster y la Enciclopedia Británica sí se puede. Con un hipertexto unido al universo de Tomás de Aquino, no. Un hipertexto textual es finito y limitado, aunque abierto a innumerables y originales consultas.Luego está la tercera posibilidad. Podemos pensar que los hipertextos son ilimitados e infinitos. Cada usuario puede añadir algo, y se puede crear una especie de historia inacabada al estilo del jazz. En este punto, la noción clásica de autoría desaparece y tenemos una nueva forma de aplicar la libre creatividad. Como autor de Obra Abierta, sólo puedo aclamar dicha posibilidad. Sin embargo, existe una diferencia entre poner en práctica la actividad de producir textos y la existencia de textos producidos. Tendremos una nueva cultura en la que habrá una diferencia entre producir infinitos textos e interpretar con precisión un número finito de textos. Eso es lo que ocurre en la cultura actual, en la que evaluamos de forma distinta una actuación registrada de la Quinta de Beethoven y un nuevo ejemplo de una jam session de Nueva Orleans.Estamos caminando hacia una sociedad más liberada, en la que la libre creatividad coexistirá con la interpretación textual. Me gusta eso. El problema está en decir que hemos reemplazado algo viejo por otra cosa; tenemos ambas, gracias a Dios.(...)A mi entender, la verdadera oposición no es entre ordenadores y libros, o entre escritura electrónica y escritura impresa o manual. He mencionado la primera falacia de McLuhan, según la cual la galaxia visual ha sustituido a la galaxia de Gutenberg. La segunda falacia de McLuhan es la declaración de que vivimos en una nueva aldea global electrónica. Desde luego vivimos en una nueva comunidad electrónica, bastante global, pero no es una aldea, si por ello se entiende un asentamiento humano donde la gente interactúa directamente entre sí. El verdadero problema de una comunidad electrónica es la soledad. El nuevo ciudadano de esta nueva comunidad es libre para inventar nuevos textos, anular el concepto tradicional de autoría y eliminar las tradicionales divisiones entre autor y lector. Pero sabemos que la lectura de ciertos textos (por ejemplo, la Enciclopedia de Diderot) produjo un cambio en el estado de cosas europeo. ¿Qué ocurrirá con Internet y la World Wide Web?¿Pueden los ordenadores poner en práctica, no una red de contactos uno a uno entre almas solitarias, sino una auténtica comunidad de sujetos interactuantes? Pensemos en lo que ocurrió en 1968. Utilizando los sistemas de comunicación tradicionales como la prensa, la radio y los mensajes mecanografiados, toda una generación, desde EE.UU. a Francia, de Alemania a Italia, fue partícipe de una batalla común. No intento evaluar política o éticamente lo que ocurrió, sólo estoy señalando que ocurrió. Varios años más tarde, una nueva ola estudiantil revolucionaria emergió en Italia, no una basada en dogmas marxistas como la anterior. Su principal característica era que se produjo por fax, entre una universidad y otra. Se puso en práctica una nueva tecnología, pero los resultados fueron bastante pobres.Hace poco, en Italia, el gobierno trató de imponer una nueva ley que ofendía los sentimientos del pueblo italiano. La principal reacción fue enviada por fax y, a la luz de tantos faxes, el gobierno se sintió obligado a cambiar esa ley. Ese es un buen ejemplo del poder revolucionario de las nuevas tecnologías de la comunicación. Pero entre los faxes y la abolición de la ley, ocurrió algo más. Por aquella época, yo estaba viajando y sólo vi una fotografía en un periódico extranjero. Retrataba a un grupo de jóvenes reunidos frente al Parlamento y desplegando provocativos pósteres. No sé si sólo con los faxes hubiera sido suficiente. Desde luego, la circulación de faxes produjo un nuevo tipo de contacto interpersonal y, gracias a ellos, la gente entendió que ya era hora de reencontrarnos.En el origen de esta historia sólo había un ícono, la sonrisa de Berlusconi, que convenció visualmente a tantos italianos para que lo votaran. Después de eso, todos sus oponentes se sintieron frustrados y marginados. El Hombre Mediático había ganado. Entonces, enfrentados a una insoportable provocación, disponían de una nueva tecnología que daba a la gente el sentido de su insatisfacción así como de su fuerza. Entonces llegó el momento en que muchos salieron de su soledad del fax y se volvieron a encontrar. Y ganaron.Es bastante difícil hacer una teoría basada en un solo episodio, pero me permito utilizar este ejemplo como alegoría. Cuando una secuencia multimedia integrada de acontecimientos consigue devolver a la gente a una realidad no virtual, puede ocurrir algo nuevo.

Clarín - 27- 09 - 1998

AMAR A LOS ESTADOS UNIDOS Y MARCHAR POR LA PAZ

El mal hace daño. No digo nada nuevo si recuerdo que la finalidad principal de cualquier acción y movimiento terrorista es desestabilizar el campo de aquellos a quienes ataca. Desestabilizar quiere decir poner nerviosos a los demás, hacer que sean incapaces de reaccionar con calma, que sospechen unos de oros. Ni el terrorismo de derechas ni el de izquierdas han conseguido, a fin de cuentas, desestabilizar, por ejemplo, a Italia. Por eso han sido derrotados, por lo menos en su primera y más temible ofensiva. Pero en el fondo, se trataba de fenómenos provincianos.

El terrorismo de Bin Laden (y en cualquier caso, de la amplia franja fundamentalista que representa) es evidentemente mucho más hábil, difuso y eficiente. Ha conseguido desestabilizar al mundo occidental, después del 11 de septiembre, evocando antiguos fantasmas de lucha entre civilizaciones, guerras de religión y choques entre continentes. Pero ahora está consiguiendo un resultado mucho más satisfactorio: después de haber hecho más profunda la fractura entre el mundo occidental y el tercer mundo, ahora está fomentando profundas fracturas en el interior del propio mundo occidental.

Es inútil hacerse ilusiones: se están perfilando conflictos (no bélicos, pero, desde luego, morales y psicológicos) entre Estados Unidos y Europa, y una serie de fracturas en el interior de la propia Europa, cierto antiamericanismo francés latente empieza a dejarse oír en voz más alta y (¿lo habríamos imaginado alguna vez?) En Estados Unidos vuelve a esta de moda el apodo comedores de ranas con el que antaño se designaba a los franceses.

Para mantener los nervios a raya habrá que recordar ante todo que estas fracturas no enfrentan a los estadounidenses con los alemanes, a los ingleses con los franceses. Al asistir a las protestas contra la guerra que están surgiendo en ambas orillas del Atlántico, intentamos recordar que no es cierto que “todos los estadounidenses quieren la guerra” y tampoco que “todos los italianos quieren la paz”. La lógica formal nos enseña que basta con que un solo habitante del globo odie a su madre para no poder decir “todo los hombres quieren a su madre”. Sólo se puede decir “algunos hombres quieren a su madre”, y “algunos” no quiere decir necesariamente “pocos”, también puede querer decir el 99%.

Pero tampoco el 99% se traduce como “todos”, sino como “algunos”, que precisamente quiere decir no todos. Hay pocos casos en los que se puede usar el llamado cuantificador universal “todos”: con seguridad, sólo para la afirmación “todos los hombres son mortales”, porque hasta hoy, incluso los dos de los que se piensa que resucitaron, Jesús y Lázaro, en un determinado momento dejaron de vivir y pasaron por el miedo de la muerte. Por lo tanto, las fracturas no son entre los todos de una parte y los todos de la otra:: son siempre entre algunas de las dos (o tres, o cuatro) partes. Parece una minucia, pero sin este tipo de premisas se cae en el racismo.

En lo más vivo, y sangriento aunque todavía no sangrante, de estas fracturas, se oyen cada día afirmaciones que se vuelven fatalmente racistas, del tipo “todos los que temen la guerra son aliados de Sadam”, pero también “todos los que consideran indispensable el uso de la fuerza son nazis”. ¿Intentamos razonar?

Hace unas semanas un crítico inglés hablaba, por otra parte en un tono general favorable, de mi librito Cinco escritos morales, traducido hace poco en su país. Pero cuando llegó a la página en que escribo que la guerra debería convertirse en tabú universal, comentaba sarcásticamente: “Que vaya a decírselo a los supervivientes de Auschwitz”. Quería decir que si todos hubieran sentido horror por la guerra no se habría producidos ni siquiera la derrota de Hitler y la salvación (desgraciadamente, sólo de “algunos”) de los judíos encerrados en los campos de exterminio.

Ahora bien, esto me parece un razonamiento como mínimo injusto. Yo puedo sostener (y de hecho sostengo) que el homicidio es un crimen inadmisible y no me gustaría matar a nadie en mi vida, pero si un tipo armado con un cuchillo entrara a mi casa y quisiera matarnos a mí o alguno de mis seres queridos, haría lo posible por detenerlo rompiéndole una silla en la cabeza, y si quedara en el sitio no sentiría el más mínimo remordimiento. De igual forma, la guerra es un crimen y el culpable que desencadenó la guerra mundial se llamaba Hitler: si luego, una vez que la desencadenó, los aliados se movilizaron y opusieron violencia a violencia, hicieron naturalmente bien, por que se trataba de salvar al mundo de la barbarie. Eso no quita que la Segunda Guerra Mundial haya sido algo atroz, que haya costado 55 millones de víctimas y que habría sido mejor que Hitler no la hubiera desencadenado.

Una forma menos paradójica de objeción es ésta: “¿Por lo tanto, admites que estuvo bien que Estados Unidos interviniera militarmente para salva a Europa e impedir que el nazismo erigiera campos de exterminio también en Liverpool o Marsella?”. Desde luego, respondo, hicieron bien, y para mí permanece como un recuerdo imborrable la emoción con la que a los trece años fui al encuentro del primer regimiento de liberadores estadounidenses (entre otras cosas, un regimiento de negros) que llegaba a la pequeña ciudad adonde me habían evacuado. El cabo Joseph, que me dio los primeros tebeos de Dick Tracy, se hizo pronto amigo mío. Pero a esta objeción, después de mi respuesta, sigue otra: “¡Por lo tanto, los estadounidenses hicieron bien en arrancar de raíz la naciente dictadura nazifacista!”.

La verdad es que no sólo los estadounidenses, sino tampoco los ingleses y los franceses, acabaron con las dos dictaduras cuando estaban naciendo. Al fascismo intentaron contenerlo, amansarlo e incluso aceptarlo como intermediario hasta principios de 1940 (con algún acto demostrativo, como las sanciones, pero poco más), y al nazismo le dejaron expandirse durante algunos años. Estados Unidos intervino después de que los japoneses atacaran Pearl Harbor y, entre otras cosas, corremos el riesgo de olvidar que fueron Alemania e Italia, después de Japón, quienes declararon la guerra a Estados Unidos, y no al contrario (sé que a los más jóvenes esto les puede parecer una historia grotesca, pero ocurrió así.

Estados Unidos esperó para entrar en el conflicto, a pesar de la tensión moral que le empujaba a hacerlo, por razones de prudencia, porque no se sentía bastante preparado, e incluso que en su seno había simpatizantes (famosos)n del nazismo, y Roosvelt tuvo que hilar muy fino para arrastrar a su pueblo a ese acontecimiento.

¿Hicieron mal Francia e Inglaterra en guardar –esperando frenar el expansionismo alemám- a que Hitler invadiera Checoslovaquia? Quizá, y se ha ironizado mucho sobre las maniobras desesperadas de Chamberlain para salvar la paz. Eso nos dice que a veces se puede pecar de prudencia, pero que se intenta todo lo posible con tal de salvar la paz, y por lo menos al final quedó clara que fue Hitler quien empezó la guerra y que, en consecuencia, tenía toda la responsabilidad.

Por lo tanto, me parece injusta la primera página de ese diario estadounidense que publicó una foto del cementerio de los valientes yanquis muertos por salvar a Francia (y es verdad) advirtiendo que ahora Francia está olvidando esa deuda. Francia, Alemania y todos aquellos que encuentra prematura una guerra preventiva hecha ahora y sólo en Irak no están negando solidaridad a Estados Unidos en un momento en el que está, por así decirlo, rodeado por el terrorismo internacional.

Sólo sostenemos, como piensan muchas personas con sentido común, que un ataque a Irak no derrotaría al terrorismo, sino que probablemente (y en mi opinión seguramente) lo potenciaría, y llevaría a las filas terroristas a muchos que ahora se encuentran en condiciones de perplejidad y prudencia, piensan que el terrorismo capta adeptos que viven en Estados Unidos y en Europa, y su dinero no está depositado en bancos de Bagdad, pero pueden recibir armas, químicas o no, también de otros países.

Intentemos imaginar que, antes del desembarco de Normandía, De Gaulle se hubiese empeñado, en vista de que tenía sus tropas en los territorios de ultramar, en exigir un desembarco en la Costa Azul. Los estadounidenses y los ingleses probablemente se habrían opuesto, alegando numerosos razones: que en el Tirreno no había todavía, al este tropas alemanas que controlaban las costas italianas al menos en el golfo de Génova, o que desembarcando al norte tenían a sus espaldas a Inglaterra y era más seguro hacer que las tropas de desembarco transitara por la Mancha en vez de navegar por todo el Mediterráneo. ¿Habríamos dicho que Estados Unidos apuñalaba a Francia por la espalda? No, habrían expresado in desacuerdo estratégico y, en efecto, considero que era más razonable desembarcar en Normandía. Habrían usado todo su peso para inducir a DE Gaulle a no realizar una operación estéril y peligrosa. Nada más.

Otra objeción que circula es ésta, y me la plateó hace poco un señor muy importante y digno de alabanza por los esfuerzos realizados desde hace años en misiones de paz: “Pero Sadam es un dictador feroz, y su pueblo sufre bajo un sangriento dominio. ¿Es que no vamos a pensar en los pobre iraquíes?". Pensamos en ellos, desde luego, pero ¿estamos pensando en los pobres coreanos del norte, en quienes viven bajo el yugo de tantos dictadores africanos y asiáticos, en quienes se han visto dominados por dictadorzuelos de derechas apoyados y alimentados para impedir revoluciones de izquierdas en América del Sur?

¿Se ha pensado alguna vez en liberar con una guerra preventiva a los pobre ciudadanos rusos, ucranios, estonios y uzbecos que Stalin mandaba a los gulag? No, porque si hubiera que declara la guerra a todos los dictadores, el precio, en términos de sangre y de riesgo atómico, sería enorme. Y por lo tanto, como se hace siempre en política, que es realista incluso cuando se inspira en calores ideales, se han dado largas, intentando obtener el máximo con medio no cruentos: la opción ganadora, entre otras cosas, en vista de que las democracias occidentales al final han conseguido eliminar la dictadura soviética sin lanzar bombas atómicas. Se ha necesitado alfo de tiempo; alguno, mientras tanto se ha dejado la piel, y lo sentimos, pero nos hemos ahorrado algunos cientos de millones de muertos.

Son pocas observaciones, pero suficientes, espero, para da a entender la situación en la que nos encontramos no consiente, y precisamente debido a su gravedad, estos cortes tajantes, divisiones de campo, condenas del tipo "si piensas así eres nuestro enemigo". También esto sería fundamentalismo. Se puede amar a Estados Unidos, como tradición, como pueblo, como cultura y con el respeto que se debe a quien ha ganado a pulso los galones de país poderoso del mundo, se puede haber estado golpeado en la más de un año, sin por ello eximirnos de advertirle que su Gobierno está tomando una decisión equivocada y debe sentir no nuestra traición, sino que nuestro franco desacuerdo. De otro modo, lo que se habría conculcado sería el derecho al desacuerdo. Y eso sería precisamente lo contrario de lo que nos enseñaron a nosotros, jóvenes de entonces, después de años de dictadura, los libertadores de 1945.

El País de España 23 - 02- 2003

LA IGLESIA Y EL PERDÓN A TRAVÉS DEL TIEMPO

¿Cuándo pedimos perdón? Cuando hacemos algo errado que, sin embargo, no consideramos gravísimo, de modo que, por una parte, pretendemos que el ofendido nos perdone enseguida y, por la otra, manifestamos el deseo de cerrar la desavenencia para poder seguir haciendo lo mismo. No se le piden disculpas a alguien a quien se está matando a palos, sino sólo a quien se ha golpeado ligeramente mientras íbamos demasiado de prisa. En este sentido, nos aburre un poco el vicio ya universal por el que alguien pide perdón por grandes acontecimientos históricos, genocidios, injusticias que claman venganza ante Dios. En casos tan graves no se pide perdón: admitimos que nos hemos equivocado y no pretendemos que los ofendidos tengan que dedicarse a mitigar las penas de nuestro virtuoso sufrimiento moral.

En un reciente discurso en Polonia, [el papa, Joseph] Ratzinger parece haber tomado distancia de todas las veces en que su predecesor pidió perdón por algo que la Iglesia y/o los cristianos hicieron en el pasado. Uso "y/o" porque todo el asunto se juega en esta pequeña diferencia: el Papa deja entender que si los cristianos han hecho cosas poco recomendables, eso no significa que la Iglesia recomendara hacerlas; pero que, aun habiéndolas recomendado casualmente, hay que tener en cuenta los tiempos. Y en efecto, justificar la pena de muerte antes de Cesare Beccaria es distinto de abogar por ella después.

Sin embargo, aun queriendo considerar el espíritu de los tiempos, hay cosas que resultan difíciles de tragar. Véase un texto como "Cristianos en armas. De San Agustín al papa Wojtyla", de Maria Teresa Fumagalli Beonio Brocchieri (Ediciones Laterza), que recorre antiguas prácticas y teorías de unos 15 siglos de cristianismo para mostrar, con documentos en mano, todas las veces que los padres y doctores de la Iglesia, teólogos y santos, han justificado o incluso glorificado la guerra, definiendo los muchísimos casos en los que era justo matar a los herejes, paganos, infieles, indios del Nuevo Mundo y otras categorías de personas desagradables y/o peligrosas.

Lo que endulza el catálogo es que Fumagalli demuestra cómo con esta serie de partidarios de la guerra se entrelazan los esfuerzos apasionados de hombres de la Iglesia que intentaron suavizar los conflictos armados dictando reglas orientadas a minimizar el horror, como la condena de la guerra santa por parte de Marsilio de Padua hasta los pronunciamientos pontificios, desde Benedicto XV a Juan XXIII, contra la "inútil matanza". Pero precisamente a causa de esta dialéctica entre "guerreros" y "pacíficos" tendríamos que rechazar el argumento de que los tiempos eran lo que eran. A muchos les ha sido posible ir contra la mentalidad de la propia época: junto a San Bernardo, que se habría comido a un musulmán para desayunar y a otro para cenar, estaba San Francisco, y contemporánea de Oriana Fallaci ha sido la Madre Teresa de Calcuta.

Con eso, el argumento de los tiempos no hay que rechazarlo por completo. Aunque, en conclusión, Fumagalli ve estas contradicciones como vinculadas a nuestros más profundos instintos de agresividad, yo diría, más bien, que el mensaje evangélico, para transformarse en religión oficial, tuvo que hacer las cuentas con el mundo en el que se insertaba, con los usos y costumbres feroces del Imperio, con la mística guerrera de los pueblos bárbaros.

Se adaptó, tal y como cristianizó las festividades paganas y les ofreció inmediatamente una pléyade de santos a los campesinos paganos incapaces de abandonar su consolador politeísmo. Una cosa es el mensaje cristiano, otra la civilización cristiana como fenómeno romano-barbárico.

¿Pedir perdón por una cultura que muchos consideran las raíces de Europa, y que ha fundido de forma indisoluble Evangelio y Cruzadas? Mejor sería, digo yo, aprender a valorar, a partir de esta lección, las luces y las sombras de otras religiones y otras culturas. Este sí que sería un modo razonable de enmendarse.

La Nación 25 – 06 - 2006