(Entre el Tigris y el Eúfrates a la sombra de los Jardines Colgantes de Babilonia, no hace muchos miles de años)
Uruk: ¿Te gustan estos cuneiformes? Mi sistema de siervo - escritura me acaba de componer, en unas diez horas, todo el principio del Código de Hammurabi.
Nimrod: ¿Qué es? ¿Un Apple Nominator de la Eden Valley?
Uruk: ¿Estás loco? Esos no consigues revenderlos ni siquiera en el mercado de esclavos de Tiro. No, este es un siervo – escritor egipcio, un Toth 3 Magis-Dos. Gasta poquitísimo, un puñado de arroz por día y escribe incluso en jeroglífico.
Nimrod: Le llenas la memoria para nada.
Uruk: Pero te inicializa mientras copia. Ya no tienes la necesidad de un siervo – inicializador que tome la arcilla, te modele la tablilla, la haga secar al sol, y luego otro que escribe. Éste modela, seca al fuego y escribe directamente.
Nimrod: Bueno, pero usa tablillas de 5,25 codos egipcios y pesará unos sesenta kilos. ¿Por qué no te compras uno portátil?
Uruk: ¿Qué? ¿Uno de esos visores caldeos con cristales líquidos? Cosas de magos…
Nimrod: No, un siervo – escritor enano, un pigmeo africano adaptado a Sidón. Ya sabes como son los fenicios, lo copian todote los egipcios, pero luego lo miniaturizan. Mira: laptop, escribe sentado justo sobre tus rodillas.
Uruk: Que asco y encima jorobado.
Nimrod: A la fuerza, le han introducido una placa en la espalda para back up rápido. Un latigazo y escribe directamente en Alfa – Beta, ves, en lugar del graphic mode usa un text mode, con veintiún caracteres lo haces todo. Compactas el Código de Hammurabi en pocas tablillas de 3,5.
Uruk: Y después tienes que comprar un siervo – traductor.
Nimrod: Ni hablar. El enano tiene traductor incorporado, otro latigazo y te lo retranscribe en cuneiforme.
Uruk: ¿También hace cosas de edición gráfica?
Nimrod: A la fuerza, ¿no ves que es de color? ¿Quién te crees que me ha hecho todos los planos de la torre?
Uruk: ¿Y te fías? No te vaya a caer todo luego.
Nimrod: Imagínate tú: he cargado en memoria el Pitágoras y el Menphis Lotus. Tu les das las medidas del plano, un latigazo y el te proyecta un zigurat de tres dimensiones. Los egipcios para las pirámides, tenían necesidad todavía del sistema Moisés de diez mandamientos que necesitaba un link de diez mil siervo – constructores. Y no eran nada friendly. Todo hardware obsoleto que han tenido que tirar al Mar Rojo, incluso se han levantado las aguas.
Uruk: ¿Y para el cálculo?
Nimrod: Habla también el Zodiak. Te enseña en un instante tu horóscopo y what you see is what you get.
Uruk: ¿Cuesta mucho?
Nimrod: Mira, si te lo compras aquí no te basta la cosecha de una temporada pero si haces que te lo compren en los mercadillos de Byblos, lo puedes obtener por un saco de simientes. Claro está, lo tienes que alimentar bien, porque ya sabes, garbage in, garbage out.
Uruk: Bah, yo aún me encuentro a gusto con mi egipcio. Si tu enano es compatible con mi 3 Magis – Dos, ¿no podrías hacer que le enseñara al menos el Zodiak?
Nimrod: Sería ilegal, porque cuando lo compras debes jurar que lo tiene para uso personal…Pero, en el fondo, lo hacen todos, está bien, los ponemos en contacto. Sólo que no quisiera que el tuyo tuviera un virus.
Uruk: Está más sano que una manzana. Lo que me da miedo, más bien, es que cada día inventan un lenguaje nuevo y, al final, se llegará a la confusión de programas.
Nimrod: Tranquilo, tranquilo, aquí en Babel no, aquí en Babel no.
Segundo diario mínimo. Barcelona. Editorial Lumen. 1994
sábado, 28 de noviembre de 2009
viernes, 27 de noviembre de 2009
¿POR QUÉ USABAN CASCO LOS KAMIKAZES?
Hace un tiempo, por cierto antes del 11 de septiembre fatal, en Internet circulaba una pregunta: ¿por qué los kamikazes (los suicidas japoneses) llevaban cascos; es decir, por qué las personas que estaban a punto de estrellarse sobre un portaaviones se protegían la cabeza?
¿De veras llevaban casco? ¿No se ponían una banda ritual alrededor de la cabeza? En cualquier caso, las respuestas que sugiere el buen juicio son que el casco también les servía para volar sin ensordecerse con el ruido del motor, para defenderse de posibles ataques antes de iniciar la caída en picada mortal y, sobre todo (creo yo), porque los kamikazes eran tipos que observaban los rituales y reglamentos, y si los manuales decían que había que volar con casco, ellos obedecían.
Además de la picardía, la pregunta nos planteaba la incomodidad que cada uno de nosotros experimenta ante alguien que fríamente renuncia a su propia vida para poder matar a otras personas.
Después del 11 de septiembre, pensamos (y con razón) en los nuevos kamikazes como un producto del mundo musulmán. Esto induce a muchos a establecer la ecuación fundamentalismo-islam, y le permite al ministro Calderoli decir que el conflicto no es un enfrentamiento de civilización porque "esos otros" no son una civilización.
Además, muchas historias nos han dicho que, en el medioevo, una secta herética del islamismo practicaba el homicidio político con sicarios enviados a matar sabiendo que no volverían con vida, y la leyenda afirma que los kamikazes de esa época eran debidamente tratados, para obedecer la orden que les daban, con hachís (el grupo se llamaba la Secta de los Asesinos).
Sin embargo, los informantes occidentales, desde Marco Polo en adelante, exageraron un poco la nota, aunque sobre el fenómeno de los Asesinos de Alamut existen también estudios serios que vale la pena releer.
Pero en esta época encuentro en Internet una vasta discusión sobre el libro de Robert Pape, Dying to Win. The Strategy and Logic of Suicide Terrorism ("Morir para ganar. La estrategia y la lógica del terrorismo suicida"), que, sobre la base de una sólida documentación estadística, plantea dos tesis fundamentales.
La primera es que el terrorismo suicida se origina solamente en territorios ocupados y como reacción ante la ocupación (una idea discutible, por cierto, pero Pape demuestra que el terrorismo suicida se detuvo, por ejemplo, en el Líbano, en cuanto acabó la ocupación).
La segunda es que el terrorismo suicida no es un fenómeno exclusivamente musulmán, y Pape cita a Los Tigres Tamil, de Sri Lanka, y a veintisiete terroristas suicidas del Líbano, todos ellos no islámicos, sino laicos, comunistas y socialistas.
No han existido, entonces, solamente kamikazes japoneses y musulmanes. Los anarquistas ítalo-estadounidenses que le pagaron el viaje a Bresci para que fuera a descerrajarle un balazo a Humberto I sólo le compraron un pasaje de ida. Bresci sabía bien que no volvería con vida de su encargo.
En los primeros siglos del cristianismo existían los circoncellioni , que asaltaban a los viajeros para tener el privilegio del martirio, y más tarde los cátaros practicaban ese suicidio ritual conocido como "endura".
Hasta llegar finalmente a las diversas sectas de nuestros días -todas ellas del mundo occidental- sobre las que tanto se lee, que buscan el suicidio en masa y que han hecho que los antropólogos investiguen otras formas de suicidio "ofensivo" practicado por otros grupos étnicos en el curso de este siglo.
En suma, la historia (y el mundo) ha estado y está repleta de personas que, por razones religiosas, ideológicas y de otra naturaleza (y ciertamente ayudadas por una estructura psicológica adecuada, o sometida a estructuras muy elaboradas) han estado, y están, dispuestas a morir para matar.
Así, hay que preguntarse si el verdadero problema que debe concitar nuestra atención y focalizar nuestro estudio es verdaderamente el fenómeno del islamismo fundamentalista, o si no será más bien el problema psicológico del suicidio ofensivo en general. No es fácil convencer a una persona de que sacrifique su propia vida, y el instinto de conservación lo tiene todo el mundo, islámicos, budistas, cristianos, comunistas e idólatras. Para superar ese instinto no basta el odio por el enemigo. Es necesario comprender mejor la personalidad del kamikaze potencial.
Quiero decir que para convertirse en kamikaze no alcanza con frecuentar una mezquita cuyo imán predica la guerra santa, y seguramente no basta con cerrar ese mezquita para eliminar la pulsión de muerte que probablemente ya preexistía en ese sujeto, y que seguirá circulando. Es muy difícil idear la manera de identificar a esos sujetos -con qué clase de investigación y vigilancia- para que no se convierta en un peligro para cualquier ciudadano.
Pero debemos trabajar en esa dirección y preguntarnos si esa pulsión no ha empezado a ser una enfermedad del mundo contemporáneo, como el sida o la obesidad, que podría manifestarse también entre otros grupos humanos no necesariamente musulmanes.
La Nación 05 – 09 -2005
¿De veras llevaban casco? ¿No se ponían una banda ritual alrededor de la cabeza? En cualquier caso, las respuestas que sugiere el buen juicio son que el casco también les servía para volar sin ensordecerse con el ruido del motor, para defenderse de posibles ataques antes de iniciar la caída en picada mortal y, sobre todo (creo yo), porque los kamikazes eran tipos que observaban los rituales y reglamentos, y si los manuales decían que había que volar con casco, ellos obedecían.
Además de la picardía, la pregunta nos planteaba la incomodidad que cada uno de nosotros experimenta ante alguien que fríamente renuncia a su propia vida para poder matar a otras personas.
Después del 11 de septiembre, pensamos (y con razón) en los nuevos kamikazes como un producto del mundo musulmán. Esto induce a muchos a establecer la ecuación fundamentalismo-islam, y le permite al ministro Calderoli decir que el conflicto no es un enfrentamiento de civilización porque "esos otros" no son una civilización.
Además, muchas historias nos han dicho que, en el medioevo, una secta herética del islamismo practicaba el homicidio político con sicarios enviados a matar sabiendo que no volverían con vida, y la leyenda afirma que los kamikazes de esa época eran debidamente tratados, para obedecer la orden que les daban, con hachís (el grupo se llamaba la Secta de los Asesinos).
Sin embargo, los informantes occidentales, desde Marco Polo en adelante, exageraron un poco la nota, aunque sobre el fenómeno de los Asesinos de Alamut existen también estudios serios que vale la pena releer.
Pero en esta época encuentro en Internet una vasta discusión sobre el libro de Robert Pape, Dying to Win. The Strategy and Logic of Suicide Terrorism ("Morir para ganar. La estrategia y la lógica del terrorismo suicida"), que, sobre la base de una sólida documentación estadística, plantea dos tesis fundamentales.
La primera es que el terrorismo suicida se origina solamente en territorios ocupados y como reacción ante la ocupación (una idea discutible, por cierto, pero Pape demuestra que el terrorismo suicida se detuvo, por ejemplo, en el Líbano, en cuanto acabó la ocupación).
La segunda es que el terrorismo suicida no es un fenómeno exclusivamente musulmán, y Pape cita a Los Tigres Tamil, de Sri Lanka, y a veintisiete terroristas suicidas del Líbano, todos ellos no islámicos, sino laicos, comunistas y socialistas.
No han existido, entonces, solamente kamikazes japoneses y musulmanes. Los anarquistas ítalo-estadounidenses que le pagaron el viaje a Bresci para que fuera a descerrajarle un balazo a Humberto I sólo le compraron un pasaje de ida. Bresci sabía bien que no volvería con vida de su encargo.
En los primeros siglos del cristianismo existían los circoncellioni , que asaltaban a los viajeros para tener el privilegio del martirio, y más tarde los cátaros practicaban ese suicidio ritual conocido como "endura".
Hasta llegar finalmente a las diversas sectas de nuestros días -todas ellas del mundo occidental- sobre las que tanto se lee, que buscan el suicidio en masa y que han hecho que los antropólogos investiguen otras formas de suicidio "ofensivo" practicado por otros grupos étnicos en el curso de este siglo.
En suma, la historia (y el mundo) ha estado y está repleta de personas que, por razones religiosas, ideológicas y de otra naturaleza (y ciertamente ayudadas por una estructura psicológica adecuada, o sometida a estructuras muy elaboradas) han estado, y están, dispuestas a morir para matar.
Así, hay que preguntarse si el verdadero problema que debe concitar nuestra atención y focalizar nuestro estudio es verdaderamente el fenómeno del islamismo fundamentalista, o si no será más bien el problema psicológico del suicidio ofensivo en general. No es fácil convencer a una persona de que sacrifique su propia vida, y el instinto de conservación lo tiene todo el mundo, islámicos, budistas, cristianos, comunistas e idólatras. Para superar ese instinto no basta el odio por el enemigo. Es necesario comprender mejor la personalidad del kamikaze potencial.
Quiero decir que para convertirse en kamikaze no alcanza con frecuentar una mezquita cuyo imán predica la guerra santa, y seguramente no basta con cerrar ese mezquita para eliminar la pulsión de muerte que probablemente ya preexistía en ese sujeto, y que seguirá circulando. Es muy difícil idear la manera de identificar a esos sujetos -con qué clase de investigación y vigilancia- para que no se convierta en un peligro para cualquier ciudadano.
Pero debemos trabajar en esa dirección y preguntarnos si esa pulsión no ha empezado a ser una enfermedad del mundo contemporáneo, como el sida o la obesidad, que podría manifestarse también entre otros grupos humanos no necesariamente musulmanes.
La Nación 05 – 09 -2005
Etiquetas:
mitos del fundamentalismo,
terrorismo,
UMBERTO ECO
martes, 24 de noviembre de 2009
EL ARTE DE LA EDICIÓN
En las últimas semanas he tenido ocasión de leer acerca de dos polémicas sobre libros publicados con errores de diverso género. Si el editor es culpable, se encuentra en buena compañía.
El arte de la edición (es decir, la capacidad de controlar y volver a controlar un texto de modo de evitar que contenga, o contenga dentro de límites soportables, errores de contenido, de trascripción gráfica o de traducción, allí donde ni siquiera el autor había reparado) se desenvuelve en condiciones poco favorables.
Ha salido hace unos meses la versión francesa de un libro mío sobre la estética medieval, y en seguida un lector minucioso me ha escrito que en determinado pasaje, refiriéndome a la simbología del número cinco, cito las cinco plagas de Egipto, que en realidad son notoriamente diez. Quedé atónito, porque recordaba haber citado directamente de una fuente original: fui a ver la edición italiana y he descubierto que mencionaba, en efecto, cinco plagas, pero no Egipto. La fuente se refería, en realidad, a las cinco llagas del Señor (manos, pies y costado). El traductor, tal vez por automatismo, había añadido Egipto. Yo había leído la traducción, pero la inconveniencia se me había escapado: quizá leyendo deprisa el fragmento me sonara estilísticamente bien, o acaso hubiera corregido una imprecisión en la línea anterior y a raíz de ello prestara menos atención a las dos líneas siguientes.
PRESUNTO CULPABLE
Establezcamos un dogma: el autor, que en cuestión de escribir y corregir se guía por los lineamientos "conceptuales" del texto, es la persona menos indicada para descubrir los propios errores. En mi caso de Egipto, había dos personas que hubieran debido tener una sospecha: una era el corrector (pero no estaba obligado), la otra era precisamente el redactor que, para toda referencia, cita o nombre poco usual, habría debido verificarlo en cualquier enciclopedia. En teoría, el buen editor debería controlar todo: aun cuando en el texto se diga que Italia se encuentra al norte de Túnez, tendría que echar un vistazo al atlas.
Este oficio está ahora en crisis y no solamente en las casas editoras. En los diarios se encuentra uno de todo ya, y en la radio parece que hubiera ahora un comisario expresamente encargado de velar por que los locutores pronuncien incorrectamente los nombres extranjeros, aunque hayan sido italianizados.
Tengo a la vista dos libros publicados por dos importantes editores. En la traducción del inglés de una obra de divulgación histórica se me dice que dos grandes filósofos árabes dominaron el medievo: Avicena e Ibn-Sina. Se da el caso (notorio para muchos) de que Avicena e Ibn-Sina son la misma persona (como Cassius Clay y Muhammad Ali). ¿Se equivocaba ya el autor original? ¿Ha confundido el traductor un "and" con un "or"? ¿Se ha empastelado una prueba en la que ha saltado una línea o un paréntesis explicativo? Misterio. El hecho es que un editor, aunque no supiera nada de Avicena, hubiera debido cerciorarse en una enciclopedia si los dos nombres estaban bien escritos, y se habría dado cuenta del error.
En otro libro traducido del alemán, encuentro primero mencionado a un tal "Symeon Stylites" que es, evidentemente, San Simeón Estilita, y paciencia.
Pero luego encuentro "Giovanni il Battezzatore". Los alemanes, en efecto, llaman "Johannes der Täufer" al que entre nosotros es Juan Bautista. El traductor sabía el alemán, pero jamás en su vida había entrado en contacto, no digo con los Evangelios, sino que ni siquiera con algún almanaque o un texto cualquiera para niños que hablara de Jesús.
CORRECTOR BUDISTA
Me parece extraordinario, aun cuando se hubiera criado en el seno de una familia budista. Pero aquí parece que el budista fuera también el corrector (al que sería debida la causa de cualquier perplejidad) y, sobre todo, el editor. Si no fuera por el hecho de que en este caso el editor evidentemente no era, sino que alguien ha comprado el libro, lo ha mandado traducir, ha enviado el manuscrito directamente a la imprenta y eso es todo.
Si se manda un manuscrito a una University Press norteamericana, tienen que pasar dos años antes de que salga. En esos dos años hacen composición y editing a través de las cuales lo mismo siempre se escapa alguna tontería, pero menos que entre nosotros. Estos dos años de trabajo cuestan. Si se quiere estar presente en el mercado con el libro terminado, no se puede permitir uno el lujo de pagar un editor digno de ese nombre, y el oficio muere.
Si al corregir meticulosamente una línea se termina pasando por alto la siguiente, si el autor puede equivocarse más que los otros, si un editor puede no saber nada de Avicena, el manuscrito y las pruebas de imprenta deberían ser releídos por muchas personas con curiosidad y competencias diversas. Todo esto podía acontecer todavía en las casas editoras de estructura "familiar", donde un texto era cariñosamente discutido en cada pasaje por más colaboradores, pero difícilmente puede ocurrir en una gran empresa en la que todo se procesa en cadena de montaje. Nuevas oportunidades profesionales se abren por lo tanto para quien acredite estudios especializados en editing, al cual sea confiado el libro en concesión, y donde sea seguido con pasión palabra por palabra.
La Nación 26 - 10 - 1997
El arte de la edición (es decir, la capacidad de controlar y volver a controlar un texto de modo de evitar que contenga, o contenga dentro de límites soportables, errores de contenido, de trascripción gráfica o de traducción, allí donde ni siquiera el autor había reparado) se desenvuelve en condiciones poco favorables.
Ha salido hace unos meses la versión francesa de un libro mío sobre la estética medieval, y en seguida un lector minucioso me ha escrito que en determinado pasaje, refiriéndome a la simbología del número cinco, cito las cinco plagas de Egipto, que en realidad son notoriamente diez. Quedé atónito, porque recordaba haber citado directamente de una fuente original: fui a ver la edición italiana y he descubierto que mencionaba, en efecto, cinco plagas, pero no Egipto. La fuente se refería, en realidad, a las cinco llagas del Señor (manos, pies y costado). El traductor, tal vez por automatismo, había añadido Egipto. Yo había leído la traducción, pero la inconveniencia se me había escapado: quizá leyendo deprisa el fragmento me sonara estilísticamente bien, o acaso hubiera corregido una imprecisión en la línea anterior y a raíz de ello prestara menos atención a las dos líneas siguientes.
PRESUNTO CULPABLE
Establezcamos un dogma: el autor, que en cuestión de escribir y corregir se guía por los lineamientos "conceptuales" del texto, es la persona menos indicada para descubrir los propios errores. En mi caso de Egipto, había dos personas que hubieran debido tener una sospecha: una era el corrector (pero no estaba obligado), la otra era precisamente el redactor que, para toda referencia, cita o nombre poco usual, habría debido verificarlo en cualquier enciclopedia. En teoría, el buen editor debería controlar todo: aun cuando en el texto se diga que Italia se encuentra al norte de Túnez, tendría que echar un vistazo al atlas.
Este oficio está ahora en crisis y no solamente en las casas editoras. En los diarios se encuentra uno de todo ya, y en la radio parece que hubiera ahora un comisario expresamente encargado de velar por que los locutores pronuncien incorrectamente los nombres extranjeros, aunque hayan sido italianizados.
Tengo a la vista dos libros publicados por dos importantes editores. En la traducción del inglés de una obra de divulgación histórica se me dice que dos grandes filósofos árabes dominaron el medievo: Avicena e Ibn-Sina. Se da el caso (notorio para muchos) de que Avicena e Ibn-Sina son la misma persona (como Cassius Clay y Muhammad Ali). ¿Se equivocaba ya el autor original? ¿Ha confundido el traductor un "and" con un "or"? ¿Se ha empastelado una prueba en la que ha saltado una línea o un paréntesis explicativo? Misterio. El hecho es que un editor, aunque no supiera nada de Avicena, hubiera debido cerciorarse en una enciclopedia si los dos nombres estaban bien escritos, y se habría dado cuenta del error.
En otro libro traducido del alemán, encuentro primero mencionado a un tal "Symeon Stylites" que es, evidentemente, San Simeón Estilita, y paciencia.
Pero luego encuentro "Giovanni il Battezzatore". Los alemanes, en efecto, llaman "Johannes der Täufer" al que entre nosotros es Juan Bautista. El traductor sabía el alemán, pero jamás en su vida había entrado en contacto, no digo con los Evangelios, sino que ni siquiera con algún almanaque o un texto cualquiera para niños que hablara de Jesús.
CORRECTOR BUDISTA
Me parece extraordinario, aun cuando se hubiera criado en el seno de una familia budista. Pero aquí parece que el budista fuera también el corrector (al que sería debida la causa de cualquier perplejidad) y, sobre todo, el editor. Si no fuera por el hecho de que en este caso el editor evidentemente no era, sino que alguien ha comprado el libro, lo ha mandado traducir, ha enviado el manuscrito directamente a la imprenta y eso es todo.
Si se manda un manuscrito a una University Press norteamericana, tienen que pasar dos años antes de que salga. En esos dos años hacen composición y editing a través de las cuales lo mismo siempre se escapa alguna tontería, pero menos que entre nosotros. Estos dos años de trabajo cuestan. Si se quiere estar presente en el mercado con el libro terminado, no se puede permitir uno el lujo de pagar un editor digno de ese nombre, y el oficio muere.
Si al corregir meticulosamente una línea se termina pasando por alto la siguiente, si el autor puede equivocarse más que los otros, si un editor puede no saber nada de Avicena, el manuscrito y las pruebas de imprenta deberían ser releídos por muchas personas con curiosidad y competencias diversas. Todo esto podía acontecer todavía en las casas editoras de estructura "familiar", donde un texto era cariñosamente discutido en cada pasaje por más colaboradores, pero difícilmente puede ocurrir en una gran empresa en la que todo se procesa en cadena de montaje. Nuevas oportunidades profesionales se abren por lo tanto para quien acredite estudios especializados en editing, al cual sea confiado el libro en concesión, y donde sea seguido con pasión palabra por palabra.
La Nación 26 - 10 - 1997
lunes, 23 de noviembre de 2009
FILOSOFIA EN EL TOCADOR
Será que la gente ya no soporta la televisión basura, será que en el mundo suceden tantas cosas malas que se siente la necesidad de algunos momentos de reflexión sosegada. El caso es que se están multiplicando los lugares y las ocasiones en que al gran público se le vuelve a proponer la filosofía.
Sí, la filosofía de bachillerato: a veces en tertulias dominicales en un café, como en París; otras veces, mediante vulgarizaciones de fácil lectura; otras, haciendo acudir a un público increíblemente amplio a salas donde discuten filósofos de profesión.
En todo esto hay bastante de moda y de simplificación mediática, es verdad, pero no hay que subestimar el síntoma. Por lo tanto, se me ocurre una serie de propuestas para los que no son especialistas, incluso para los que no estudiaron filosofía en el bachillerato o los que fueron a escuchar a presuntos filósofos que hablaban en algún sitio y no entendieron nada. A todos ellos les aconsejo la vía más sencilla: leer lo que han escrito los verdaderos filósofos.
No siempre la filosofía debe presentarse como algo fácil. A veces debe ser difícil, pero en ningún lugar se ha dictaminado que para filosofar hay que hablar difícil. En filosofía, la dificultad del lenguaje no es señal ni de calidad ni de perversidad, sino que a menudo depende del problema planteado. Hay obras maestras filosóficas que han cambiado nuestra forma de ser y de pensar que son irremediablemente difíciles, por lo que no invitaré a nadie que no esté especializado a que lea la Metafísica o el Organon, de Aristóteles, la Crítica de la razón pura o ese libro sublime pero abrupto que es la Etica, de Spinoza.
Hay también filósofos que han sabido hablar de forma accesible y suelen ser los mismos que en otras obras hablan de forma inaccesible. Por lo tanto, aconsejo sólo algunos libritos (cada uno de ellos tiene unas cien páginas) en los que se ve cómo se puede filosofar sin usar demasiados términos técnicos.
Empecemos con Platón. Propondría el Critón, donde se aprende cómo y por qué ningún ciudadano debe eludir la observancia de las leyes (se llame Sócrates o Berlusconi) y, pasando a Aristoteles, la Poética.
Olviden que habla de la tragedia clásica. Léanla como si nos describiera cómo se construyen un policial o una película del Oeste. Nuestro hombre ya había entendido todo lo que más de dos mil años después entenderían Alfred Hitchcock y John Ford.
A continuación, lean el De magistro, de San Agustín. Se refiere a cómo se le habla a un hijo sobre los temas de todos los días. Un libro genial por su sencillez y su agudeza.
Aun siendo un admirador de la Edad Media, encuentro difícil aconsejar un texto de la gran época escolástica, porque unas pocas páginas, leídas fuera de su contexto sistemático, pueden quedar desnaturalizadas. Saltemos el foso, el estrictamente filosófico, y orientemos a nuestro lector hacia el epistolario (ay, sí, amoroso) de Abelardo y Eloísa. No esperen demasiado sexo, pero vale la pena.
Para el Renacimiento, intentémoslo con la Oración sobre la dignidad del hombre, de Pico della Mirandola. Y luego (pero sólo en antologías, y las hay) algunas páginas de los Ensayos, de Montaigne. Funcionan también en dosis homeopáticas.
Inmediatamente después, el Discurso del método, de Descartes, ejemplar por su claridad, y a continuación una antología de los pensamientos de Pascal.
Por último, un filósofo que escribía como si estuviera en una charla de sobremesa con sus amigos, culto y juicioso, el John Locke del Ensayo sobre el intelecto humano.
La obra completa es muy larga, pero yo diría que pueden limitarse al tercer libro, dedicado al uso que hacemos de las palabras. Como con Aristóteles, léanlo como si Locke nos hablara de los discursos de hoy y comparen sus observaciones con las primeras páginas de los periódicos y con los debates televisivos de nuestros días.
Para la Ilustración, me limitaría por ahora al Cándido, de Voltaire. Al fin y al cabo, se trata de una novelita, y la mar de agradable.
Ahora les hago una propuesta provocadora: visto que Kant es, por definición, demasiado exigente, salgamos a su encuentro allá donde, para redondear el sueldo, daba clases a los estudiantes sobre argumentos en los que no estaba especializado, y se demostraba gracioso, extravagante, capaz de contar anécdotas y de expresar opiniones incluso paradójicas. Leamos, pues, su Antropología en sentido pragmático. El título puede dar miedo, pero el texto es de alta gacetilla.
El siglo XIX es una mala bestia: son todos librotes difíciles, pero sólo nosotros, los italianos, no consideramos el Zibaldone de pensamientos, de Leopardi, una obra de alta filosofía. Recientemente, en Francia, lo han recuperado con inmenso respeto. También ahí adoptamos un espíritu antológico: una paginita o dos antes de acostarnos.
¿Y luego? Pues luego el espacio para mi columna se ha acabado, y dejo de lado a los contemporáneos. A menos que quieran saborear, saltando de aquí para allá, bien dosificadas, algunas de las observaciones de Wittgenstein en (no se asusten por el título) Investigaciones filosóficas. De vez en cuando dirán que estaba loco. Sí, estaba loco. Pero qué loco.
La Nación 27 - 05 - 2006
Sí, la filosofía de bachillerato: a veces en tertulias dominicales en un café, como en París; otras veces, mediante vulgarizaciones de fácil lectura; otras, haciendo acudir a un público increíblemente amplio a salas donde discuten filósofos de profesión.
En todo esto hay bastante de moda y de simplificación mediática, es verdad, pero no hay que subestimar el síntoma. Por lo tanto, se me ocurre una serie de propuestas para los que no son especialistas, incluso para los que no estudiaron filosofía en el bachillerato o los que fueron a escuchar a presuntos filósofos que hablaban en algún sitio y no entendieron nada. A todos ellos les aconsejo la vía más sencilla: leer lo que han escrito los verdaderos filósofos.
No siempre la filosofía debe presentarse como algo fácil. A veces debe ser difícil, pero en ningún lugar se ha dictaminado que para filosofar hay que hablar difícil. En filosofía, la dificultad del lenguaje no es señal ni de calidad ni de perversidad, sino que a menudo depende del problema planteado. Hay obras maestras filosóficas que han cambiado nuestra forma de ser y de pensar que son irremediablemente difíciles, por lo que no invitaré a nadie que no esté especializado a que lea la Metafísica o el Organon, de Aristóteles, la Crítica de la razón pura o ese libro sublime pero abrupto que es la Etica, de Spinoza.
Hay también filósofos que han sabido hablar de forma accesible y suelen ser los mismos que en otras obras hablan de forma inaccesible. Por lo tanto, aconsejo sólo algunos libritos (cada uno de ellos tiene unas cien páginas) en los que se ve cómo se puede filosofar sin usar demasiados términos técnicos.
Empecemos con Platón. Propondría el Critón, donde se aprende cómo y por qué ningún ciudadano debe eludir la observancia de las leyes (se llame Sócrates o Berlusconi) y, pasando a Aristoteles, la Poética.
Olviden que habla de la tragedia clásica. Léanla como si nos describiera cómo se construyen un policial o una película del Oeste. Nuestro hombre ya había entendido todo lo que más de dos mil años después entenderían Alfred Hitchcock y John Ford.
A continuación, lean el De magistro, de San Agustín. Se refiere a cómo se le habla a un hijo sobre los temas de todos los días. Un libro genial por su sencillez y su agudeza.
Aun siendo un admirador de la Edad Media, encuentro difícil aconsejar un texto de la gran época escolástica, porque unas pocas páginas, leídas fuera de su contexto sistemático, pueden quedar desnaturalizadas. Saltemos el foso, el estrictamente filosófico, y orientemos a nuestro lector hacia el epistolario (ay, sí, amoroso) de Abelardo y Eloísa. No esperen demasiado sexo, pero vale la pena.
Para el Renacimiento, intentémoslo con la Oración sobre la dignidad del hombre, de Pico della Mirandola. Y luego (pero sólo en antologías, y las hay) algunas páginas de los Ensayos, de Montaigne. Funcionan también en dosis homeopáticas.
Inmediatamente después, el Discurso del método, de Descartes, ejemplar por su claridad, y a continuación una antología de los pensamientos de Pascal.
Por último, un filósofo que escribía como si estuviera en una charla de sobremesa con sus amigos, culto y juicioso, el John Locke del Ensayo sobre el intelecto humano.
La obra completa es muy larga, pero yo diría que pueden limitarse al tercer libro, dedicado al uso que hacemos de las palabras. Como con Aristóteles, léanlo como si Locke nos hablara de los discursos de hoy y comparen sus observaciones con las primeras páginas de los periódicos y con los debates televisivos de nuestros días.
Para la Ilustración, me limitaría por ahora al Cándido, de Voltaire. Al fin y al cabo, se trata de una novelita, y la mar de agradable.
Ahora les hago una propuesta provocadora: visto que Kant es, por definición, demasiado exigente, salgamos a su encuentro allá donde, para redondear el sueldo, daba clases a los estudiantes sobre argumentos en los que no estaba especializado, y se demostraba gracioso, extravagante, capaz de contar anécdotas y de expresar opiniones incluso paradójicas. Leamos, pues, su Antropología en sentido pragmático. El título puede dar miedo, pero el texto es de alta gacetilla.
El siglo XIX es una mala bestia: son todos librotes difíciles, pero sólo nosotros, los italianos, no consideramos el Zibaldone de pensamientos, de Leopardi, una obra de alta filosofía. Recientemente, en Francia, lo han recuperado con inmenso respeto. También ahí adoptamos un espíritu antológico: una paginita o dos antes de acostarnos.
¿Y luego? Pues luego el espacio para mi columna se ha acabado, y dejo de lado a los contemporáneos. A menos que quieran saborear, saltando de aquí para allá, bien dosificadas, algunas de las observaciones de Wittgenstein en (no se asusten por el título) Investigaciones filosóficas. De vez en cuando dirán que estaba loco. Sí, estaba loco. Pero qué loco.
La Nación 27 - 05 - 2006
domingo, 22 de noviembre de 2009
EL LIBRO ESCOLAR COMO MAESTRO
La idea gubernamental (por ahora, en estado de propuesta) de sustituir los libros de texto por material extraído de Internet, para aligerar las mochilas escolares y para bajar el costo, ha suscitado diversas reacciones. Los editores de textos educativos y los libreros consideran ese proyecto como una amenaza para una industria que da empleo a miles de personas.
Si bien me solidarizo con editores y libreros, se podría decir que por parecidas razones podrían haber protestado los fabricantes de carrozas y coches y los criadores de caballos ante la aparición del vapor o (tal como lo hicieron) los tejedores ante la aparición de los telares mecánicos.
La segunda objeción es que esa iniciativa prevé que habrá una computadora para cada estudiante, pero es dudoso que el Estado pueda hacerse cargo de esa compra, e imponérsela a los padres implicaría para éstos un gasto mayor que el de los libros .
Por otra parte, si se comprara una computadora por cada clase, eso perjudicaría el aspecto de investigación personal, que constituiría el mayor atractivo de la propuesta... y lo mismo daría imprimir, en la imprenta estatal, miles de volantes y repartirlos cada mañana, como se hace con las hogazas en los comedores populares. Pero todavía se podría esperar que llegara el momento de la computadora para todos.
Pero el problema es otro. Es que Internet no está destinada a sustituir a los libros: es tan sólo un formidable complemento, un incentivo para leer más. El libro sigue siendo el instrumento principal de transmisión y disponibilidad del conocimiento y los textos escolares representan la primordial e insustituible oportunidad de educar a los niños en el empleo del libro.
Además, Internet proporciona un repertorio fantástico de información, pero no entrega ningún filtro para seleccionarla, mientras que la educación no consiste solamente en transmitir información sino en transmitir criterios de selección. Esa es la función del maestro, pero también la función de un texto escolar, que ofrece, precisamente, el ejemplo de una selección realizada entre el maremágnum de toda la información posible.
Y eso ocurre incluso con el texto peor hecho. Al profesor le corresponderá criticarlo por su parcialidad, pero siempre desde el punto de vista de otro criterio selectivo. Si los niños no aprenden eso, que la cultura no es acumulación, sino la capacidad de discriminar, no habrá educación, sino caos mental.
Algunos estudiantes entrevistados han dicho: “¡Qué bueno, así podré imprimir únicamente la página que me sirve, sin tener que seguir buscando cosas que no tengo que estudiar!”. Error.
Recuerdo que en un tercer año, a fines de la guerra, los profesores (los únicos de mi carrera estudiantil cuyos nombres he olvidado) no me enseñaban gran cosa, pero, por despecho, yo hojeaba mi texto, una antología en la que por primera vez encontré la poesía de Ungaretti, de Quasimodo y de Montale. Fue una revelación y una conquista personal.
El libro de texto vale precisamente porque permite descubrir incluso aquello que el profesor se ha olvidado de enseñar, y que otro, en cambio, consideró fundamental.
Además, el libro de texto permanece como remanente y recordatorio de los años escolares transcurridos, en tanto que algunas hojas impresas para uso inmediato, que se caen constantemente al suelo y que suelen tirarse después de que se las ha subrayado (nos sucede a los estudiosos, así que podemos imaginarnos lo que les sucede a los escolares), no dejan ningún rastro en la memoria. Son, lisa y llanamente, una pérdida. Es cierto que los libros podrían ser menos pesados y costar menos si prescindieran de tantas ilustraciones en color. Bastaría que un libro de historia explicara quién fue Julio César y después resultaría sin duda apasionante, si se dispone de una computadora, buscar en Google Image y salir a la caza de imágenes de Julio César, de reconstrucciones de la Roma de la época, de diagramas que expliquen cómo estaba organizada una legión.
Digo esto parar no mencionar que si el libro indicara, además, algunos sitios de Internet útiles para profundizar el tema, el alumno tal vez se sentiría embarcado en una aventura personal... aunque el profesor debería ser capaz, después, de enseñarle a distinguir los sitios serios, los que valen la pena, de los sitios chapuceros y superficiales. Libro e Internet son, por cierto, una mejor dupla que libro y pistolas.
En fin, no sería bueno abolir los libros de texto. Internet podría, sin duda, sustituir a los diccionarios, que son los que más pesan en la mochila. Abonarse con un gasto módico a un diccionario de latín, de griego o de cualquier otra lengua, disponible en línea por medio de una contraseña, como ocurre con el e-mail, sería, ciertamente, un recurso muy útil y rápido.
Pero todo debería girar siempre en torno del libro. Es cierto que el presidente del Consejo ha dicho en una oportunidad que hace veinte años que no lee una novela, pero la escuela no debe enseñar a convertirse en presidente del Consejo. Al menos, no en un presidente como el actual.
La Nación, 23-07-2004
Si bien me solidarizo con editores y libreros, se podría decir que por parecidas razones podrían haber protestado los fabricantes de carrozas y coches y los criadores de caballos ante la aparición del vapor o (tal como lo hicieron) los tejedores ante la aparición de los telares mecánicos.
La segunda objeción es que esa iniciativa prevé que habrá una computadora para cada estudiante, pero es dudoso que el Estado pueda hacerse cargo de esa compra, e imponérsela a los padres implicaría para éstos un gasto mayor que el de los libros .
Por otra parte, si se comprara una computadora por cada clase, eso perjudicaría el aspecto de investigación personal, que constituiría el mayor atractivo de la propuesta... y lo mismo daría imprimir, en la imprenta estatal, miles de volantes y repartirlos cada mañana, como se hace con las hogazas en los comedores populares. Pero todavía se podría esperar que llegara el momento de la computadora para todos.
Pero el problema es otro. Es que Internet no está destinada a sustituir a los libros: es tan sólo un formidable complemento, un incentivo para leer más. El libro sigue siendo el instrumento principal de transmisión y disponibilidad del conocimiento y los textos escolares representan la primordial e insustituible oportunidad de educar a los niños en el empleo del libro.
Además, Internet proporciona un repertorio fantástico de información, pero no entrega ningún filtro para seleccionarla, mientras que la educación no consiste solamente en transmitir información sino en transmitir criterios de selección. Esa es la función del maestro, pero también la función de un texto escolar, que ofrece, precisamente, el ejemplo de una selección realizada entre el maremágnum de toda la información posible.
Y eso ocurre incluso con el texto peor hecho. Al profesor le corresponderá criticarlo por su parcialidad, pero siempre desde el punto de vista de otro criterio selectivo. Si los niños no aprenden eso, que la cultura no es acumulación, sino la capacidad de discriminar, no habrá educación, sino caos mental.
Algunos estudiantes entrevistados han dicho: “¡Qué bueno, así podré imprimir únicamente la página que me sirve, sin tener que seguir buscando cosas que no tengo que estudiar!”. Error.
Recuerdo que en un tercer año, a fines de la guerra, los profesores (los únicos de mi carrera estudiantil cuyos nombres he olvidado) no me enseñaban gran cosa, pero, por despecho, yo hojeaba mi texto, una antología en la que por primera vez encontré la poesía de Ungaretti, de Quasimodo y de Montale. Fue una revelación y una conquista personal.
El libro de texto vale precisamente porque permite descubrir incluso aquello que el profesor se ha olvidado de enseñar, y que otro, en cambio, consideró fundamental.
Además, el libro de texto permanece como remanente y recordatorio de los años escolares transcurridos, en tanto que algunas hojas impresas para uso inmediato, que se caen constantemente al suelo y que suelen tirarse después de que se las ha subrayado (nos sucede a los estudiosos, así que podemos imaginarnos lo que les sucede a los escolares), no dejan ningún rastro en la memoria. Son, lisa y llanamente, una pérdida. Es cierto que los libros podrían ser menos pesados y costar menos si prescindieran de tantas ilustraciones en color. Bastaría que un libro de historia explicara quién fue Julio César y después resultaría sin duda apasionante, si se dispone de una computadora, buscar en Google Image y salir a la caza de imágenes de Julio César, de reconstrucciones de la Roma de la época, de diagramas que expliquen cómo estaba organizada una legión.
Digo esto parar no mencionar que si el libro indicara, además, algunos sitios de Internet útiles para profundizar el tema, el alumno tal vez se sentiría embarcado en una aventura personal... aunque el profesor debería ser capaz, después, de enseñarle a distinguir los sitios serios, los que valen la pena, de los sitios chapuceros y superficiales. Libro e Internet son, por cierto, una mejor dupla que libro y pistolas.
En fin, no sería bueno abolir los libros de texto. Internet podría, sin duda, sustituir a los diccionarios, que son los que más pesan en la mochila. Abonarse con un gasto módico a un diccionario de latín, de griego o de cualquier otra lengua, disponible en línea por medio de una contraseña, como ocurre con el e-mail, sería, ciertamente, un recurso muy útil y rápido.
Pero todo debería girar siempre en torno del libro. Es cierto que el presidente del Consejo ha dicho en una oportunidad que hace veinte años que no lee una novela, pero la escuela no debe enseñar a convertirse en presidente del Consejo. Al menos, no en un presidente como el actual.
La Nación, 23-07-2004
EL ENEMIGO DE LA PRENSA
Será el pesimismo de la edad tardía, será la lucidez que la edad conlleva, la cuestión es que siento cierta perplejidad, mezclada con escepticismo, a la hora de intervenir para defender la libertad de prensa. Lo que quiero decir es que cuando alguien tiene que intervenir para defender la libertad de prensa eso entraña que la sociedad, y con ella gran parte de la prensa, están enfermas. En las democracias que definiríamos “vigorosas” no hay necesidad de defender la libertad de prensa porque a nadie se le ocurre limitarla.
Esta es la primera razón de mi escepticismo, de la que desciende un corolario. El problema italiano no es Silvio Berlusconi. La historia (me gustaría decir desde Catilina) está llena de hombres atrevidos y carismáticos, con escaso sentido del Estado y altísimo sentido de sus propios intereses, que han deseado instaurar un poder personal, desbancando parlamentos, magistraturas y constituciones, distribuyendo favores a los propios cortesanos y (a veces) a las propias cortesanas, identificando el placer personal con el interés de la comunidad. No siempre estos hombres han conquistado el poder al que aspiraban porque la sociedad no se los ha permitido. Cuando la sociedad se los ha permitido, ¿por qué tomársela con estos hombres y no con la sociedad que les ha dado carta blanca?
Recordaré siempre una historia que contaba mi madre: cuando tenía 20 años, encontró un buen empleo como secretaria y dactilógrafa de un diputado liberal, y digo liberal. El día siguiente al ascenso de Mussolini al poder, este hombre dijo: “en el fondo, vista la situación en que se encuentra Italia, quizá este hombre encuentre la manera de poner un poco de orden”.
Así pues, lo que instauró el fascismo no fue la energía de Mussolini (ocasión y pretexto) sino la indulgencia y relajación de este diputado liberal (representante ejemplar de un país en crisis).
Por lo tanto, es inútil tomársela con Berlusconi puesto que hace, por decirlo de alguna manera, su propio trabajo. Es la mayoría de los italianos la que ha aceptado el conflicto de intereses, la que acepta las patrullas ciudadanas, la que acepta la Ley Alfano con su garantía de inmunidad para el Primer Ministro, y la que ahora aceptaría con bastante tranquilidad si el Presidente de la República no hubiera movido una ceja la mordaza colocada (por ahora experimentalmente) a la prensa. La nación misma aceptaría sin dudarlo (y es más, con cierta maliciosa complicidad) que Berlusconi fuera de velinas, si ahora no interviniera para turbar la pública conciencia una cauta censura de la Iglesia (que se superará muy pronto porque desde que el mundo es mundo los italianos, y los cristianos en general, van de putas aunque el párroco diga que no se debería).
Entonces ¿por qué dedicar a estas alarmas una columna, si sabemos que este periódico llegará a quienes ya están convencidos de estos riesgos para la democracia, y no lo leerán los que están dispuestos a aceptarlos con tal de que no les falte su ración de Gran Hermano y que, además, en el fondo saben poquísimo de muchos asuntos político-sexuales porque una información mayoritariamente bajo control ni siquiera los menciona?
Ya, ¿por qué hacerlo? El porqué es muy sencillo. En 1931, el fascismo impuso a los profesores universitarios, que entonces eran 1.200, un juramento de fidelidad al régimen. Sólo 12 (uno por ciento) se negaron y perdieron su plaza. Algunos dicen que fueron 14, pero esto nos confirma hasta qué punto el fenómeno pasó inadvertido en aquel entonces, dejando recuerdos vagos. Muchos, que posteriormente serían personajes eminentes del antifascismo post-bélico, juraron fidelidad para poder seguir difundiendo sus enseñanzas. Quizá los 1.118 que se quedaron tenían razón, por motivos diferentes y todos respetables. Ahora bien, aquellos 12 que dijeron que no salvaron el honor de la Universidad y, en definitiva, el honor del país.
Este es el motivo por el que a veces hay que decir que no aunque, con pesimismo, se sepa que no servirá para nada. Que por lo menos, algún día, se pueda decir que lo hemos dicho.
L´Expresso 16-07-2009
Esta es la primera razón de mi escepticismo, de la que desciende un corolario. El problema italiano no es Silvio Berlusconi. La historia (me gustaría decir desde Catilina) está llena de hombres atrevidos y carismáticos, con escaso sentido del Estado y altísimo sentido de sus propios intereses, que han deseado instaurar un poder personal, desbancando parlamentos, magistraturas y constituciones, distribuyendo favores a los propios cortesanos y (a veces) a las propias cortesanas, identificando el placer personal con el interés de la comunidad. No siempre estos hombres han conquistado el poder al que aspiraban porque la sociedad no se los ha permitido. Cuando la sociedad se los ha permitido, ¿por qué tomársela con estos hombres y no con la sociedad que les ha dado carta blanca?
Recordaré siempre una historia que contaba mi madre: cuando tenía 20 años, encontró un buen empleo como secretaria y dactilógrafa de un diputado liberal, y digo liberal. El día siguiente al ascenso de Mussolini al poder, este hombre dijo: “en el fondo, vista la situación en que se encuentra Italia, quizá este hombre encuentre la manera de poner un poco de orden”.
Así pues, lo que instauró el fascismo no fue la energía de Mussolini (ocasión y pretexto) sino la indulgencia y relajación de este diputado liberal (representante ejemplar de un país en crisis).
Por lo tanto, es inútil tomársela con Berlusconi puesto que hace, por decirlo de alguna manera, su propio trabajo. Es la mayoría de los italianos la que ha aceptado el conflicto de intereses, la que acepta las patrullas ciudadanas, la que acepta la Ley Alfano con su garantía de inmunidad para el Primer Ministro, y la que ahora aceptaría con bastante tranquilidad si el Presidente de la República no hubiera movido una ceja la mordaza colocada (por ahora experimentalmente) a la prensa. La nación misma aceptaría sin dudarlo (y es más, con cierta maliciosa complicidad) que Berlusconi fuera de velinas, si ahora no interviniera para turbar la pública conciencia una cauta censura de la Iglesia (que se superará muy pronto porque desde que el mundo es mundo los italianos, y los cristianos en general, van de putas aunque el párroco diga que no se debería).
Entonces ¿por qué dedicar a estas alarmas una columna, si sabemos que este periódico llegará a quienes ya están convencidos de estos riesgos para la democracia, y no lo leerán los que están dispuestos a aceptarlos con tal de que no les falte su ración de Gran Hermano y que, además, en el fondo saben poquísimo de muchos asuntos político-sexuales porque una información mayoritariamente bajo control ni siquiera los menciona?
Ya, ¿por qué hacerlo? El porqué es muy sencillo. En 1931, el fascismo impuso a los profesores universitarios, que entonces eran 1.200, un juramento de fidelidad al régimen. Sólo 12 (uno por ciento) se negaron y perdieron su plaza. Algunos dicen que fueron 14, pero esto nos confirma hasta qué punto el fenómeno pasó inadvertido en aquel entonces, dejando recuerdos vagos. Muchos, que posteriormente serían personajes eminentes del antifascismo post-bélico, juraron fidelidad para poder seguir difundiendo sus enseñanzas. Quizá los 1.118 que se quedaron tenían razón, por motivos diferentes y todos respetables. Ahora bien, aquellos 12 que dijeron que no salvaron el honor de la Universidad y, en definitiva, el honor del país.
Este es el motivo por el que a veces hay que decir que no aunque, con pesimismo, se sepa que no servirá para nada. Que por lo menos, algún día, se pueda decir que lo hemos dicho.
L´Expresso 16-07-2009
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BERLUSCONI,
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UMBERTO ECO
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